Por Esteban Valenti

No sé quién me dijo en una oportunidad que la expectativa de vida de los uruguayos era de más de 150 años, si se considera su parsimonia para muchas, demasiadas cosas. En este caso no utilizo la primera persona del plural, porque yo estoy afectado por el defecto exactamente opuesto. Soy un impaciente incurable.

Esta no es una reflexión de costumbres, de una cultura dominante, tiene mucho que ver con nuestro futuro y con la política que se nos viene arriba en forma de múltiples jornadas electorales.

Si en los últimos 50 o 60 años a los uruguayos se les saca el último tramo desesperado de cualquier proyecto, nada terminaría, todo sería eterno. Y en estos tiempos, donde el tiempo es un valor fundamental, de alto consumo, es una debilidad muy peligrosa y negativa dormirse, no ya en los laureles, sino en cualquier planta.

Los uruguayos - incluso algunos políticos de primer nivel lo elevaron a una virtud o a un rasgo antropológico - somos lentos, parsimoniosos y nos tomamos demasiado tiempo para hacer bien las cosas o simplemente para terminarlas. Y no es una casualidad, ni el resultado de nuestra alimentación excesivamente proteica, es un rasgo cultural surgido de un conjunto de circunstancias.

Como todas las cosas, no en todos lados funciona igual, no tiene la misma gravedad y hay oficios, profesiones y realidades donde con el tiempo no se puede juguetear. Pero hay muchos sitios donde los trámites, las gestiones, las esperas y muchas otras cosas son eternas o casi.

Ni es cierto que siempre fuimos así, bucólicos. Se usa el ejemplo del Estadio Centenario construido en 9 meses, pero hay casos mucho más importantes: José Pedro Varela hizo una obra colosal y murió a los 33 años, Elbio Fernández murió a los 27 años y también se estacó en múltiples actividades.

Se difundió una versión que en algunos casos hasta yo mismo he comprado, que ese abuso del tiempo propio y ajeno, sobre todo el ajeno, era una forma de vivir, de encarar las complejas condiciones de vivir en estos tiempos, donde los ciclos de los cambios se han acortado de manera dramática. Porque lo más grave es que somos tremendamente demorones para cambiar, para incorporar nuevas condiciones, para modificar los procedimientos y los trámites.

Hay cosas, hay cambios que, si se hacen tarde, no sirven o tienen un efecto tan limitado que no influyen en la solución de determinados problemas y en el progreso nacional, o empresarial, estatal o personal.

El uso incorrecto, lento del tiempo, genera otro grave problema, la calesita de las responsabilidades, que es doblemente negativa. Por un lado, dificulta destrabar los problemas, acelerar los tiempos y por otro, transmite el sentimiento de la impotencia y de la resignación. Los uruguayos somos lentos y "es lo que hay, valor". Y no es así.

Los uruguayos somos lentos, porque en el corazón, en el perno de nuestra vida social y económica, funciona un mecanismo extremadamente lento, el Estado, que cuida de esa lentitud, de la sobreposición de procedimientos y controles, porque le da razón de existir a su pesada maquinaria. No puede ser que ocupemos el séptimo lugar en el mundo en gobierno electrónico, es decir en utilizar las TICs para la gestión del gobierno y eso no haya impactado en absoluto en el número y la especialización masiva y de calidad de los funcionarios. Es injustificable.

No es solo un problema de "bajen el costo del estado, por favor" o sin "por favor", es mucho más profundo, porque en la reforma faltante y fallida del Estado se agruparon los principales frenos y errores a los desafíos de nuestro desarrollo nacional y su indicador más preocupante es la lentitud, el mal uso del tiempo...

Pero no todo queda reducido al Estado, esa cultura, la mentalidad burocrática se distribuye generosa por toda la sociedad y a nivel de empresas, de cooperativas y de la sociedad civil organizada, que muchas veces es un auxiliar en la burocratización del Estado.

La burocracia - en el mal sentido de la palabra - y el mal uso del tiempo son parientes inseparables, hermanos siameses y se alimentan mutuamente en sus vicios y sus deformaciones, pero además expanden una cultura de la justificación, de la auto justificación que cala hondo en la cultura nacional. Y el manejo del tiempo ajeno es un terrible factor de poder.

No todo es "espontaneo", hay sindicatos, no todos ni la mayoría, que en forma creciente propician y organizan el desperdicio del tiempo, la lentitud en la producción, como si eso fuera parte de la lucha de clases, y es falso, es primitivo y es indefendible, por eso no lo explican ni lo justifican públicamente. Pero que los hay, los hay.

También hay empresas, que mientras sea el Estado el que pague las lentitudes, el mal uso del tiempo y les aumente la tasa de ganancia, son también organizadores efectivos del desperdicio del tiempo. También las hay.

Otro sector donde el tiempo no tiene es la Justicia, los procesos pueden ser eternos. Y si los cambios en el Código del Proceso Penal, permitieron acotar y acortar los plazos, no veo por qué tenemos que tener en otros procesos los tiempos interminables que se utilizan en la actualidad sin que a nadie se le mueva un pelo, ni una neurona. Y la materia penal, es obviamente la más compleja y delicada.

Cuando en la campaña electoral los diferentes actores hablen de mejorar todo, sobre todo, los servicios, la producción en sus diversos sectores, en todos los casos habrá o, tendría que haber, un tema obligatorio: el uso del tiempo, su aprovechamiento.

No es cierto que hacer las cosas lentamente es sinónimo de hacerlas bien, o de vivir bien, como en algunos casos se ha querido establecer. En realidad es la resignación a ser mediocres, a pensar y actuar lentamente, a quedar atrapados en telarañas burocráticas, públicas y también privadas.

Cada uno de nosotros sabe y ha sufrido situaciones desesperantes de pérdidas de tiempo, de lentitudes y de falta de reacciones ante los problemas más diversos. Un caso emblemático es la educación.

¿Cuánto hace que discutimos que se necesitan cambios? ¿Cuánto hemos cambiado en los aspectos medulares, que impacten positivamente en la calidad del aprendizaje de los saberes básicos y fundamentales y en reducir drásticamente el abandono escolar y sobre todo liceal? ¿Qué nos paraliza?

¿Es el único problema que arrastramos durante años y años?

Partamos de la base que la educación es sin duda uno de los problemas más complejo que afronta cualquier sociedad, por eso mismo tendríamos que estar avanzando, incluso ensayando, acertando y posiblemente errando pero por caminos nuevos y creativos. ¿Y?

Veamos el reverso. Si en el caso de la distribución de una computadora para que niños y adolescentes de la educación pública hubiéramos utilizado los procedimientos tradicionales, hoy estaríamos todavía buscando los equipos técnicos más convenientes. Con suerte.

¿Logramos que el impacto sin duda positivo del Plan Ceibal fuera acompañado por cambios correlativos en toda la educación pública? En absoluto, nos quedamos en la mitad del salto, gastando un tiempo valioso.

Y un punto crítico en el uso del tiempo, es el de la capacidad de corrección de los errores, es decir de su oportunidad. Y allí la cantidad de ejemplos de diversos gobiernos, nacionales y departamentales que han perdido tiempos preciosos e irrecuperables para resolver situaciones y problemas derivados de errores, es evidente y muy peligroso. No es solo tener siempre vivo el espíritu autocrítico, es decir una parte central de la verdadera crítica, sino utilizarlo oportunamente, con audacia, con serenidad, pero en los tiempos necesarios para superar los problemas y para generar un espíritu de permanente superación y no de resignación.

El mal uso del tiempo, adormece todo, empobrece las ideas y las acciones y retrasa la capacidad de cambio y de progreso. Ninguna sociedad se hizo más libre, durmiendo una larga siesta.