Hace décadas que las guerras que sacuden el planeta ni siquiera nos rozan, nuestras diferencias internas las resolvemos discutiendo, votando o plebiscitando, pero... hay un momento en que los orientales nos vamos a la guerra. Y todo cambia.
Generalmente sucede los domingos, día de guardar. Mil efectivos armados hasta los dientes, todos los medios técnicos fijos y móviles en amplio despliegue, vallas, cámaras de televisión, cacheos, infantería, caballería medios blindados y grandes columnas de sospechosos que se dirigen hacia el campo de batalla: un estadio de fútbol y sus inmediaciones.
Sí señores, no se trata de una escena en El Salvador, en Honduras o en la frontera de estos dos países que avergonzaron al mundo y en especial al continente por combatir la única guerra del fútbol en la historia de la FIFA y del inflado elemento de cuero, se trata de escenas de nuestro querido Montevideo.
Esta misma ciudad donde los conflictos políticos apasionados y candentes desde hace décadas se resuelven en el parlamento, los medios de prensa, las urnas o las calles y plazas, pero con un nivel de tensión absolutamente civilizado y controlado.
El fútbol es diferente, desata pasiones incontroladas, barras bravas que además de objetos contundentes o punzantes son portadoras en muchos casos de armas de fuego, o lo que es mucho peor de una furia asesina.
Gente generalmente joven, de diversos sectores sociales, se calzan el uniforme, la divisa de su ejército y se van a la guerra. ¿El partido, la gesta deportiva no será un pretexto para desatar bajas pasiones dominadas durante el resto de la semana?
Los sociólogos, los sicólogos, los antropólogos y los todólogos se devanan los sesos tratando de armar una explicación racional, profunda y preventiva. Nada, el único sistema que funciona es la fuerza, la policía montada y a pie vigilando con cara torva. Y se han ido superando, especializando.
Pero nunca es suficiente, no se puede vigilar toda la ciudad, todo el tiempo. La furia homicida que no pudo salir el domingo en el estadio, puede aflorar a veinte cuadras en una parada de ómnibus, o dos días después persiguiendo enemigos por las calles del barrio Goes.
El fútbol es otro de los torpedos bajo la línea de flotación de la nave nacional donde navega nuestra identidad y nuestra autoestima. ¿Dónde está la tolerancia, la convivencia, la cultura de los uruguayos? ¿En esos rostros crispados, en esas miradas de odio, en el desprecio hacia los otros colores?
¿Los uruguayos - o una parte importante de ellos- necesitaremos obligatoriamente tener algún enemigo a la vista para completar nuestro ciclo vital?
En el Uruguay no hay pandillas, o “maras”, como existen en otros países, algunos que posan de muy civilizados y desarrollados, pero tenemos a las “barras bravas”. Algunas hinchadas nunca alcanzan altos niveles de violencia, pero otras son un resorte pronto a estallar y cometer actos execrables que después nos avergüenzan a todos.
No siempre fue así, y los colores que más convocan al fanatismo deportivo, existían igualmente. Cuando llegué por primera vez al Uruguay, era el año 1956 y mi padre que era hincha de Nacional me llevaba los domingo al estadio Centenario y recuerdo perfectamente que hacíamos una parada previa en un boliche de Avenida Italia y Centenario. Me parecía lo más normal del mundo el clima de chanza, de bromas que se cruzaban entre los hinchas de Peñarol y Nacional en la previa de los clásicos.
Yo venía de la Argentina, obviamente de la escuela y fue la primera vez en mi vida en que la palabra “tano” no me pareció peyorativa. Al contrario. Lo increpaban al “tano” de mi padre por ser hincha de Nacional. Y nos divertíamos. Recuerdo perfectamente que en la tribuna América luego de las jugadas se discutía acaloradamente. Solo eso.
El espectáculo impresionante del Centenario lleno, hace 55 años no lo olvido, pero lo que me cautivó fue esa fiesta popular, despreocupada y divertida. En la puerta del estadio era difícil encontrar algún guardia civil. ¿Para qué?
¿Volveremos algún día de esta guerra? ¿Con cuántos heridos y con cuántos muertos?
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