Por Gerardo Sotelo
El primer comentario que podría hacer un observador ajeno a los partidos es que, puestos a manejar dineros públicos, ninguno de los partidos ha desarrollado un sistema de control y sanciones que exprese, sinceramente, la disposición de sus dirigentes de terminar con los excesos. Con todos los excesos.
La corrupción, en sus diversas formas, cuenta con un amplio y antiguo abordaje desde la ley penal, más allá del cual, las democracias han extendido la protección de la transparencia, como forma de prevenir y combatir la tentación de llevarse al bolsillo el dinero ajeno, especialmente si forma parte de un colectivo multitudinario y distante como es el conjunto de ciudadanos de un país.
Si uno le pregunta a cualquiera de los candidatos sobre corrupción y transparencia, la respuesta será unánime. Todos condenarán la primera y promoverán la segunda. Pero este discurso encierra una trampa, al menos en países como Uruguay, en los que el Estado ha sido utilizado tradicionalmente para financiar la actividad partidaria.
Durante largas décadas, el acceso a la función pública era parte del botín electoral, y así era aceptado por todos los competidores. No vale la pena entrar en detalles ni recordar antiguas prácticas clientelares, pero es evidente que esta práctica está lejos de ser desterrada, aunque haya extremos de acomodo que ya no resultan aceptables. Eso quiere decir que el problema no ha sido resuelto.
La sociedad uruguaya puede aspirar a acceder a un nivel superior de calidad institucional. Ese camino ascendente, requiere que su dirigencia política haga pública su renuncia a seguir proveyendo miles de cargos de confianza y otros contratos de dudosa necesidad, que se costean con dineros públicos pero que financian las promesas privadas de sus cuadros dirigentes.
El problema no es sólo dónde poner el límite ni cuántos contratos renovar. Así planteado, sólo puede llevarnos a soluciones parciales y, probablemente, carentes de una verdadera conversión.
De lo que se trata es de que, finalmente, se acepte que los acomodos y repartijas, tanto a nivel del Ejecutivo como de las intendencias departamentales, constituyen actos de corrupción. Designar a dedo o bajo la apariencia de concursos a cuñadas y yernos, socios y colegas, hijos y entenados, es una forma de corrupción. Y si no se quiere llegar tan lejos, al menos animarse a preguntarle a la sociedad hasta dónde está dispuesta a aceptar que ocurran estas cosas.
Algunos políticos dicen que esto es "un problema cultural", con lo que se encogen de hombres y no hacen nada, salvo lamentar que no vivimos en Japón o Finlandia. Los que de verdad quieren afrontar el asunto y resolverlo promueven leyes y reglamentos que le limiten a los administradores de dineros públicos, la posibilidad de concretar tales desmanes.
Mientras esto no ocurra, y nada indica que vaya a ocurrir en los meses próximos, la sangría de dineros públicos no va a detenerse.