Muchas personas bien intencionadas creen encontrar en el terrorismo yihadista, como el que sembró la muerte y el caos en Barcelona la semana pasada, un sentido político vinculado a guerras que podemos entender. Los bombardeos de la OTAN sobre países árabes, enfrentamientos entre Occidente y el mundo de mayoría musulmana, serían las causas de un odio irracional, que termina un día matando personas de una treintena de países (incluyendo a una uruguaya que se salvó por pocos metros) pero comprensible. Sí así fuera, estaríamos ante una retaliación criminal pero no carente de cierta racionalidad.
Lamentablemente, esta línea de pensamiento no cierra con la realidad: Bélgica no tiene nada que ver con los bombardeos en Siria y los habitantes de Bruselas, acostumbrados a convivir con miles de musulmanes cada día, fueron víctimas de un atentado hace poco más de un año. Mucho menos explicaría los apuñalamientos en Finlandia, realizados a pocas horas de los que conmovieron a Barcelona.
Más disparatada aún es la referencia a una suerte de reconquista de Al Andalús, como si la invasión árabe del año 711 que culminó con la rendición del rey visigodo Rodrigo y la posterior islamización de la península ibérica se hubiera hecho entre risas y cachondeo.
Estamos asistiendo a una expresión fundamentalista y bárbara del islam salafista que, así como matan occidentales, matan también musulmanes. Lo que se ve en Siria y en Irak es una carnicería en la que se enfrentan, principalmente, musulmanes contra musulmanes, una tarea a la que se encomendaron apenas fallecido Mahoma hace más de mil trescientos años. Sólo en el último año, los asesinos del Ejército Islámico en Afganistán han atacado decenas de grupos y mezquitas de la minoría chiita, ocasionando cientos de muertes.
Los terroristas que atacaron en España no discriminaron por raza, sexo, edad ni credo. Estos nuevos cruzados, como los de todos los tiempos y causas, suelen despreciar los detalles y las singularidades de las personas, para matar en nombre de una entidad superior, sublime y liberadora.
Lo que odian es la vida que llevamos en Occidente, donde personas de distintos credos (o de ninguno) convivimos en paz. Somos vecinos, compañeros de trabajo, incluso a veces nos enamoramos y los casamos sin reparar en origen o creencias. Ni la ley ni la convivencia establece diferencias entre seres humanos por razones religiosas ni de ningún tipo. Eso es lo que odian y por eso atacan en los países que atacan. Esa es la única racionalidad, si así puede llamarse un comportamiento tan primitivo, que hay detrás de todo esto.
Los fundamentalistas odian la libertad y su resultado práctico: los seres humanos libres de creer o no creer en dioses, tribunos y clérigos. Contra eso pelean y mientras no lo entendamos, no tomaremos conciencia de que naturaleza es esta guerra, que tendremos que librar aunque no sea deseada. Una guerra que Occidente sólo podrá ganar si no se traiciona a si mismo, es decir, si es capaz de repeler la agresión con firmeza y heroísmo, sin caer en el facilismo de los grupos racistas y xenófobos.
Si a los países musulmanes (las tiranías petroleras del Golfo principalmente) de verdad les importara el destino de sus hermanos en la fe, deberían enviar parte de sus enormes riquezas para ayudar a los países europeos, cuyos habitantes se están haciendo cargo de financiar la inmigración multitudinaria, como consecuencia de que sus países de origen no pueden generar prosperidad ni libertad.
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