Esto en el marco general de una crisis de credibilidad de los partidos políticos en su conjunto, que se precipitaron en el 22% de respaldo de la ciudadanía en una reciente encuesta de Factum, y ocuparon el último lugar de todas las instituciones encuestadas.
Nadie podrá discutirme que con la constancia de un converso yo participo desde hace muchos años en diversas instancias, en los medios de comunicación, en las redes sociales y en diferentes ámbitos en debates, sobre las alternativas políticas diversas, sobre la marcha del país, del gobierno y muchos otros temas conexos, básicamente defendiendo a la izquierda y su gobierno.
Hay una experiencia que quiero compartir: si me dejara llevar por las sensaciones y las argumentaciones de representativos dirigentes o exponentes de los partidos tradicionales, me volvería cada día más fanático del FA. Irracional. Son esos argumentos, teñidos casi siempre de un alto contenido ideológico de derecha, lo que ayuda a mucha gente a que, llegado el momento, elijan con la nariz tapada por el mal menor.
Y es la esperanza de que, llegado el momento, esa alternativa de hierro para elegir entre esa derecha desbordada y cada día más desbocada y el Frente Amplio en cualquier condición, de cualquier manera, determinará que muchos pecados, errores y desviaciones sean olvidadas. Es una situación muy grave, porque si aceptamos esa alternativa, se paralizaría cualquier posibilidad de renovación, de nuevos impulsos para los cambios.
La gran mayoría de la oposición, sus discursos, sus argumentaciones, sus relatos, son un aporte invalorable para cualquier Frente Amplio, incluso el que esté dispuesto a tragarse todos los sapos, culebras y muchos bichos generados por el propio FA. Y es ahora que hay que considerar este hecho.
Si pensamos solo y obsesivamente en las elecciones, en la continuidad en el poder, a como dé lugar, incluso sin mayorías parlamentarias, rascando el fondo de la lata electoral, ese puede ser un camino. Si lo que pretendemos es reforzar en calidad y profundidad los cambios económicos, sociales, culturales, educativos, en la salud, la seguridad y en el avance del país en todos los planos, ese es un suicidio en cuotas. Aunque sigamos ocupando sillones ministeriales y muchos, muchos cargos de confianza.
No podemos, ni debemos reclamarle a la oposición que cambie su discurso, su estrategia, su rumbo. En muchos casos le sale del alma, lo que tampoco podemos hacer es resignarnos a cualquier Frente Amplio. Esa sería una derrota imperdonable, donde la principal y casi única referencia sería mantener el pedazo más grande del poder, aún a costa de perder nuestra identidad. Es una encrucijada muy compleja.
¿El peor gobierno del Frente Amplio será siempre mejor que cualquier gobierno de los partidos tradicionales? Esa es la pregunta que se querrá imponer como la alternativa principal y es, además de peligrosa, falsa.
¿Tenemos que resignarnos a un Frente Amplio sin línea, sin horizontes claros, sin grandes proyectos renovadores y removedores de nuestro desarrollo económico, político, social, cultural y ciudadano, manejado por una estructura cada día más reseca y por cientos de funcionarios a los diversos niveles?
¿Tenemos que confiar que la pobreza del discurso opositor nos salve de nuestros errores y hasta de nuestros horrores, desórdenes, marchas y contramarchas, o tenemos que trabajar duro para superarnos?
¿La superación es posible solo desde adentro de la estructura del FA o hay otros caminos que requieren de mucha imaginación, audacia y coraje?
Votar con alegría, con entusiasmo, con convicción, llegado el momento tiene el mismo impacto institucional que votar con la nariz tapada por el mal menor, pero no tendrá el mismo resultado en la marcha del país, en la moral de la sociedad, el avance del Proyecto Nacional. Es simplemente una postergación, porque al final, llegarán los sarracenos y nos molerán a palos. Y lo harán con los votos de nuestros conciudadanos, los mismos que nos votaron a nosotros. Y se paralizará un proceso que nos costó tantos esfuerzos y sacrificios, a nosotros y a tantos compañeros.
La del mal menor es la clásica visión de los funcionarios y no la de los luchadores.
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