No voy a dar nombres ni referencias concretas. No interesan. Esta es una historia real de la esclavitud a la pasta base de un niño de 13 o 14 años. Vi un fantasma de sexo y edad indefinida, caminando a pocos metros adelante mío. Estaba cubierto por harapos, calzado con una sola zapatilla. Es difícil describir su postura. ¿Caminaba? Tenía encima un nivel de suciedad que expulsaba, que aleja mucho más que dar lástima.
Una mugre que era una coartada perfecta para ni siquiera hablarle ni mirarlo. En pocos instantes debíamos cruzarnos inexorablemente. Lo miré de más cerca, era un niño, flaco y demacrado hasta el borde, y un poco más allá. Hasta el borde de todo. Tiene – espero que siga teniendo – unos enormes ojos oscuros y hundidos. Maquinalmente me estiró una mano, tan flaca y sucia como el resto. Ni siquiera me pidió nada. Era un gesto, repetido mecánicamente, una súplica, una llamada. Yo instintivamente le di algo. Y seguí de largo. A dos cuadras tenía estacionado mi coche. Lustroso, calentito, veloz.
Camine unos metros y se me dio por regresar sobre mis pasos. Lo seguí a la distancia. Era una tarde húmeda y neblinosa de primavera, una de esas jornadas caprichosas que Montevideo nos reserva para el deleite de los melancólicos. No había mucha gente en el camino del niño. Con cada uno de los que se cruzó repitió el mismo gesto de la mano extendida. No agradecía, no pedía, flotaba. Algunos les daban una moneda y otros no. Y no juzgo a nadie. Yo mismo vivo en medio de esas contradicciones.
A las cuatro cuadras se juntó con otro pibe muy parecido a él. Se sentaron en un murito. Ni siquiera hablaban entre ellos. Yo estaba bastante lejos para percibir sus gestos. El otro pibe se levantó y comenzó un nuevo itinerario. No pedía, flotaba-caminaba con sus propios harapos de talles muchos más grandes que su esmirriada figura. Me quedé un rato esperando. No fueron muchos. A los 10 o 15 minutos regresó. En el mismo murito ambos se fumaron una pipa. No hay que ser un detective sagaz para saber de que se trataba. Uno se tendió en el suelo frío y el otro se acurrucó a su lado. Me acerqué y pude ver cuanta distancia hay entre las ideas, las interpretaciones, las estadísticas y las miserias humanas concretas, reales.
Eran dos bultitos transportado a otra realidad, evadidos de sus cuerpos, de sus harapos, de su olor y de su mugre. ¿Dormían? No, soñaban, viajaban, se escapaban de ese mundo miserable que los rodea. Acurrucados, helados, distantes.
A la tarde siguiente algo me picó y a la misma hora de una jornada con un sol brillante que resaltaba ese azul tan especial del cielo de Montevideo, que algunos amigos extranjeros me lo hicieron descubrir, me puse a caminar en la misma zona del día anterior. Cerca, a pocas cuadras de lo mejor del patrimonio nacional, de nuestros orgullos, de nuestros mejores restaurantes y teatros. A pocas cuadras de las cuarenta manzanas donde se cocina todo lo que importa en el Uruguay.
Casi desisto. Doblando una esquina lo vi, casi me tropiezo con el. Era el mismo pibe, la misma mano tendida. Saqué la plata y la sostuve a algunos centímetros de su mano. Y le hablé. Fue una conversación de pocos instantes, con respuestas resignadas, repetidas, a otro “pesado” conmovido que le pregunta sobre cosas que no conoce ni entiende.
El billete seguía allí y los ojos estaban concentrados en el. El nombre que me dio no importa, no se siquiera si lo recuerda o le interesa recordarlo, tiene 14 años, vive en unos colchones debajo de un techo de un mercado próximo. Es adicto, reconocido, asumido. Necesitaba la plata para ir a comprarse el “paco”. Le propuse ir hasta un boliche cercano y comprarle unos panchos o hamburguesas. Me aceptó siempre y cuando le diera también el billete. Caminamos juntos unos pocos metros. El se quedó respetuosamente afuera del bar esperando. Cuando estaba por entrar me grito con su boca desdentada que comprará algo para su amigo. Me llamaba vecino.
Salí con el paquetito y el billete. Me lo agradeció y se fue rápido. ¿Para que no se enfriará la comida? Lo dudo, para gastar su tesoro. Pero tuvo el gesto de pedir comida también para su compañero de aventura y desdichas.
Quise seguir conversando. Pero para él estaba todo dicho. Había llenado su día, ese día. Y le alcanzaba, le sobraba. Di un rodeo y los encontré a los dos en el mismo murito atragantándose con la comida, no sólo por hambre, sino porque después comenzaba la verdadera fiesta. La fiesta del esclavo.
Que tarea difícil, incomprensible para mis conocimientos es la que realizan los trabajadores sociales, los profesionales que deben atender, o tratar al menos de comunicarse con esos niños-esclavos. Viven en otra dimensión. El sólo concepto de la familia, de vivir en sociedad, de cualquier integración social o educativa, debe ser una proeza. No les envidio el trabajo y las amarguras a esos servidores del Estado o de muchas ONG que trabajan con ese propósito. Los admiro.
Me fui con una sensación terrible de derrota. Yo soy animoso y me gusta buscarle la vuelta y las respuestas a las cosas. Necesito sentirme vivo y sin remordimientos ante las muchas cosas que me dio la vida, mi familia, mis amigos, mi confort. Caminé muchas cuadras, como si pudiera dejarme atrás esa experiencia.
Lo que me abrumaban era las preguntas. Y aunque se que son muy útiles, cuando uno debe reconocer que lo cercan, lo aturden, es una gran derrota. ¿Cómo se llega a esa situación de entrega total, ese descenso al infierno? ¿Qué más tenemos que hacer para sacarlos? ¿Es posible? ¿Qué cadena de miserables, de delincuentes, de mafias que comienzan muy lejos y cruzan grandes distancias hay detrás de esos pibes esclavos?
¿Cómo combatir esta batalla, sin penalizar a los más débiles, pero ensañándonos con los de arriba, con la escala zoológica de miserables que lucran y se enriquecen con el infierno de esos niños y otros miles de pibes como ellos?
¿Toda la sociedad uruguaya no deberíamos incorporar en serio, sin mezquindades, sin miserias, con generosidad nacional, nuestra mirada y nuestro esfuerzo para combatir este flagelo, que nos está cambiando una parte del país bajo nuestros ojos?
¿Cuál es el tamaño de esa porción de la juventud que nos están pudriendo, corrompiendo? Sospecho que es más grande de lo que imaginamos.
La pasta base ha cambiado la delincuencia de la misma manera que el fanatismo religioso cambia las guerras. Introduce elementos totalmente nuevos, como el desprecio sin límites a todo, incluyendo la vida. La propia vida.
Las medidas anunciadas por la ministra del interior tienen todo mi apoyo, no por oficialista – que los soy – sino porque las he analizado y comparado con otras experiencias. Tengo una sola observación seria: los mayores éxitos en la lucha contra la delincuencia se han logrado en el combate contra las drogas. Los golpes más grandes y notorios a la delincuencia organizada. Sin embargo la plasta base sigue en las calles.
La batalla contra este infierno que golpea a los adictos, a las familias, a las víctimas de los delitos y a toda la sociedad porque está basada en el más peligroso de los mecanismos: la necesidad de su multiplicación, el crecimiento en red y en forma exponencial, donde los esclavos son soldados y buscadores de otros esclavos para poder obtener droga, requiere de instrumentos legales y operativos nuevos.
El plan integral de seguridad es un muy buen plan, que abarca sectores muy amplios y coordinados en todo el Estado. La lucha contra la pasta base y su derrota no es posible sólo con políticas sociales y con la lucha en las fronteras contra el ingreso de la sustancia. El “paco” roza a alguien y lo hace esclavo no sólo de la droga sino de la organización. El Estado necesita mover todos sus recursos para recuperarlos. Usan tiempos diferentes y recursos diferentes. Es excelente la especialización de los aparatos operativos e institucionales destinados a esta guerra contra las drogas en Uruguay. No alcanza.
Creo que el único sistema para combatir este infierno es que en la parte central e intermedia de la estructura de la droga el precio que arriesguen sea tan grande que modifique radicalmente la ecuación. Si hoy un traficante, un financiador o un lavador de dinero de la droga arriesga algunos años de prisión, deberíamos cambiar las leyes y llevar la penas a los niveles más severos: 30 años. Y si es necesario agregarle medidas de seguridad, también.
Hay un elemento central en toda esta batalla, no sólo ni principalmente por razones operativas o institucionales, sino por lo más importante por la parte humana, por esos pibes acurrucados y sin ninguna esperanza, ese elemento es el tiempo. Hace falta una respuesta integral, completa y arriesgada. Si fuimos capaces de hacerlo con los fumadores ¿por qué no podemos hacerlo con la misma audacia y aunque sea un problema diferente con la lacra de la pasta base?