El domingo pasado asumió el nuevo presidente Tabaré Vázquez. Se cumplieron todos los actos protocolares en la Asamblea General, en la Plaza Independencia y luego en una cadena nacional de radio y televisión. Y todo fue de una extrema normalidad y tranquilidad. Como me dijo un invitado internacional: hasta el protocolo aquí es impecable y sin sobresaltos; nadie está tenso, ni siquiera los policías.
Otro me hizo un comentario particular: hacer un acto de este tipo, con cientos de personalidades, todo el Gobierno en una plaza hacia la que dan cientos (si no miles) de ventanas no se ve en ningún lado, y sin un blindaje, sin una protección. A nosotros, los uruguayos, nos parece lo más normal del mundo... de nuestro mundo.
Y todos vimos una vieja camioneta Fordson de los 50, reconstruida a nuevo, con el presidente y el vicepresidente recorriendo tres kilómetros entre la gente, pasando frente a miles de ventanas sin el menor sobresalto, solo con la leve agitación de la seguridad que acompañaba el vehículo a pie, incluida una agente mujer.
El rasgo más extraordinario de las ceremonias y los actos fue ese: un país de extrema normalidad. Lo más violento fueron los abucheos.
Los protagonistas de esa normalidad son, en primer lugar, la gente que participa masivamente con sentido cívico y una alta cultura política; sabe adonde va, lo que opina, y lo expresa serenamente. En segundo lugar son las autoridades, desde el presidente de la República entrante y el saliente que se toman la ceremonia con solemnidad, pero sobre todo con naturalidad. Están un poco, unos escalones, más arriba del público, un poco y nada más, y lo expresan de múltiples maneras.
Normalidad en el discurso de la Asamblea General, cuando Vázquez inicia recordando los 30 años de democracia, el 1 de mayo del 1985 y a Julio María Sanguinetti, es decir que rememora la gran gesta democrática y la sintetiza en el primer presidente.
En el recorrido del presidente a nivel de la gente, montado en la caja de la vieja camioneta Fordson; en el breve saludo y agradecimiento en todas las declaraciones al artífice de todo: el pueblo.
Lo hace José Mujica, que llega y se va de la Plaza Independencia como llegó hace 5 años, subido en su personalidad, en su discurso, en su cercanía a la gente y en sus reflexiones siempre punzantes y polémicas.
La normalidad de los organizadores y de la seguridad, discreta (aunque para los uruguayos a veces nos parezca una enormidad); la amabilidad y profesionalidad de todo el personal de protocolo y de la organización, muchos de ellos voluntarios; la sobriedad del estrado con un detalle muy valioso: debajo de ambas pantallas gigantes estaba la lista de todos los presidentes de la democracia desde 1985, porque es patrimonio de todos.
La normalidad de un discurso ante la Asamblea General que -además de mirar con preocupación y sensibilidad un mundo que vive tantos dramas, dolores e injusticias- centra el mensaje en los valores. Pero no en valores genéricos y abstractos, sino en el principal legado de nuestra mejor historia, la de un ciudadano más que fue el jefe de los orientales y que -influido por su propia peripecia vital y popular, las ideas avanzadas de las revoluciones Americana y Francesa y la del mejor y más avanzado federalismo latinoamericano- nos legó valores, ideas y principios que tienen una enorme y total actualidad.
Ese privilegio que tenemos los orientales de tener a José Artigas como nuestra principal referencia histórica es parte de nuestra normalidad.
El gesto de que un grupo de niños, alumnos de la escuela Yugoslavia (la misma donde se educó el actual presidente), suban al estrado a saludar a todos los gobernantes es parte de esa normalidad republicana.
Algunos se sienten satisfechos por los discursos, por el mensaje en cadena de radiodifusión; otros piden más; otros critican; otros se sumergen en su propia estatura y le reclaman al presidente estatura de estadista. Eso también es normalidad. O que la presidenta de Brasil Dilma Rousseff vaya a comprar dulce de leche a un supermercado en Malvín...
Los uruguayos somos criticones, exigentes, acostumbrados a lo bueno y reclamadores de lo mejor, y por eso no nos detendremos.
Tampoco nos detendremos porque no miramos la realidad con dulzura, sino con realismo. Somos optimistas informados y por eso sabemos que tenemos mucho por mejorar, por avanzar, por superarnos, no solo desde el Gobierno, sino desde la sociedad. Somos un poco bastante más exigentes con nuestros gobernantes que con nosotros mismos; por eso tenemos líderes, pero no mesías.
En los actos protocolares (y no tanto) hubo personalidades de todos los partidos que se saludaban y compartían. Otros desertaron de la Plaza Independencia. Es normal.
En los ómnibus que nos llevaron del Parque Hotel hasta la plaza compartimos el mismo vehículo gente de muy diversos partidos. En el que viajamos con Selva iba el novel cardenal Daniel Sturla, las esposas de varios mandatarios y todos "orientales", es decir, conocidos y respetuosos.
El 1 de marzo del 2015 terminó con toda normalidad, con un solo problema grave para los que fuimos al acto de la Plaza Independencia: un sol digno del Sahara, que para los que no llevaron sombrero y bronceador les dejará una marca por varios días. Ese fue el mayor problema afrontado por una parte de los uruguayos el día que asumió su nuevo presidente de la República.
Que maravillosa normalidad, pero la normalidad no es casual: es una construcción consciente.