En tal sentido, entonces, los eventuales perjudicados reclaman su derecho de optar por la alternativa del BPS, es decir del régimen de reparto anterior a la reforma de 1996.
La primera consideración que hay que hacer es que es una verdadera falacia sostener que el problema de este grupo de personas se debe a la estructura de la reforma realizada y que es una demostración de que el sistema anterior era mejor que el nuevo. Así pretenden utilizar este tema los históricos críticos de la reforma de la seguridad social.
Lo que no dicen los que critican el nuevo sistema es qué hubiera pasado con el BPS y las jubilaciones si no se hubiera realizado esa reforma. El BPS se habría fundido y no tendría hoy capacidad de pagar las jubilaciones porque la tendencia de los cálculos sobre la evolución del sistema indicaba, sin ideologías ni prejuicios, que el régimen iba rumbo a la bancarrota.
La reforma de 1996 era inevitable y, además, implicaba pasar de un régimen opaco con poca vinculación entre los aportes efectivos de cada individuo a un sistema transparente en el que cada ciudadano vincula sus aportes durante su vida laboral activa a su jubilación posterior.
Pero, además, es un sistema mixto que mantiene un pilar de solidaridad que asegura un piso mínimo para aquellos que no alcanzaban a realizar aportes al sistema de capitalización individual.
Es más, la prueba categórica de que el problema no es el sistema en sí, sino su afectación parcial a un conjunto de personas de cierto grupo de edad, es que la mayoría de los cincuentones seguramente no tendrán ese problema, porque a la hora de su retiro el cálculo por el nuevo sistema determinará una mejor situación por el nuevo sistema que por el régimen anterior.
Y esto es así porque muchos cincuentones nos jubilaremos después de los sesenta años o porque los aportes al BPS en el viejo régimen comparados con los realizados por el nuevo sistema indican que estos últimos otorgan mejores resultados que los anteriores. Pero, además, porque en la medida que vengan los futuros jubilados cuya vida activa completa se haya realizado por el nuevo régimen, sin dudas la retribución de seguridad social que obtendrán los ciudadanos más jóvenes (cuarentones, treintones y demás) será mejor por el nuevo sistema.
El problema de los cincuentones no es, entonces, la reforma de 1996 en su concepción general. El problema es que, para una parte de ellos, el resultado de la aplicación del nuevo régimen indica un perjuicio que se debe atender.
¿Por qué se debe atender? Porque cuando se aprobó la reforma de 1996, los ahora cincuentones (en aquella época treintones) ya llevaban varios años de vida laboral activa y, si bien se tomaron en cuenta los años de trabajo a los efectos de determinar la antigüedad, no se calcularon los aportes que habrían volcado al régimen de ahorro individual durante el tiempo anterior a la vigencia de la reforma.
Para decirlo más claro, arrancaron de cero en el cómputo de aportes a la AFAP, por lo que ciertamente tuvieron menos tiempo de aportes al nuevo sistema. En algunos casos diez o quince años menos si tomamos en cuenta que promedialmente estas personas habrían comenzado a trabajar a los veinte años. Por lo tanto, es lógico que esta situación de injusticia se traduzca, al final de la vida laboral, en un perjuicio para una parte de estos trabajadores.
El mero hecho de que no sean todos, ni siquiera la mayor parte, indica hasta qué punto el nuevo sistema es mejor que el viejo, puesto que aun sin computar aportes por una parte de la vida laboral de los cincuentones, igual muchos de ellos obtienen un resultado mejor que por el anterior sistema.
Compartimos, entonces, la decisión del gobierno de buscar una solución para aquellos cuyo cómputo indica una situación perjudicial porque existe una razón para que ello sea así. El cálculo debe incluir, también, la consideración de que los que están en el nuevo sistema y tienen ingresos altos, han podido dejar de aportar por encima de cierto tope de ingresos, lo que debe computarse como cobros adelantados en la vida activa de montos que en el sistema anterior no se habrían generado.
El cálculo debe ser justo y equilibrado. Pero no hay duda de que el reclamo debe ser atendido por tratarse de un colectivo que ha sufrido el costo de la transición.
Lo que no es aceptable es la utilización de esta situación para cuestionar un sistema que ha demostrado ser un camino exitoso e indispensable para evitar una catástrofe para la seguridad social de nuestro país.
Cierto es que se deben seguir realizando ajustes al nuevo sistema, como ocurre siempre que se instala una reforma previsional.
También es cierto que, de una vez por todas, debemos encarar el aumento de la edad de retiro en nuestro país.
Hay que dejar de ser hipócritas y asumir que en un mundo donde la expectativa de vida se extiende cada vez más y, por lo tanto, afortunadamente nuestro horizonte de continuidad en condiciones de trabajar y estar vigentes desde el punto de vista de la salud es cada vez más extenso, no podemos sustentar un sistema en el que los tiempos de retiro y jubilación son cada vez más una mayor proporción del total de nuestras vidas.
Este es, también, un debate impostergable para incorporar con realismo, gradualmente, pero también sin demagogia, un cambio en las reglas de nuestra seguridad social.
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