Cuando Montevideo quiere ser frío y ventoso no hay quien le gane, ni las Malvinas. Parado frente a un cajero automático a cien metros de la rambla de Pocitos aún con un buen abrigo y zapateando, los minutos pasan lentos, insoportables.
Dentro del amplio cajero con varias máquinas se ven unos championes chiquitos, un chupín gastado a cuadros que pasea de una máquina a otra. El viento se pone cargoso y los minutos pastosos. Nada, nadie sale del cajero. Un poco de curiosidad por la danza de los championes diminutos y otro de impaciencia y estoy tocando el botón verde para entrar.
Tiene aproximadamente diez años, rasgos delicados, bonita, grandes ojos negros todavía llenos de sueño. Pobre pero vestida decentemente. Me mira sin mucho asombro y sigue tocando botones con cierta impaciencia. Silencio.
-“La máquina no funciona, a mi no me da nada de plata” .
- ¿Tú sabés cómo funciona esta máquina?, pregunta un poco ingenua de mi parte. Para ser generoso.
- "Yo quiero comprarme un alfajor y como ayer vi que salía gente con plata cuando el banco ya estaba cerrado, vine a buscar plata para comprarme el alfajor".
Largo silencio. Lo que pasa es que si tú no pusiste antes plata en el banco y no te dan una tarjeta especial, la máquina no te da nada
- "Ah, entonces mi mamá nunca va a tener tarjeta".
Me sentí un poco ridículo dando explicaciones de la operativa bancaria y obviamente le di la plata para el alfajor. Al salir del cajero ya se había devorado la golosina y estaba circulando sin destino por la avenida. Garuaba.
Alguien puede creer que se trata de un problema de edad. Hace algunos meses fui a ese mismo cajero automático que queda a la vuelta de mi casa con uno de mis nietos que tiene cinco años: el Nacho. Cuando me iba, me recordó que no había retirado la tarjeta. Además puso las manitos justo donde sale el dinero, porque sabe perfectamente cómo funciona. No es un problema de edad y menos de tecnología.
¿Qué tiene de particular el episodio? Es uno de los tantas situaciones que nos suceden a diario. A mi me impactaron esas dos realidades frente a frente, una niña pobre, seguramente mendigando ante un conjunto de máquinas llenas de luces, de botones y de plata... que se niegan a compartir algo con ella. Al menos las monedas de un alfajor.
No son dos civilizaciones, dos mundos, dos extremos, son parte de la misma ciudad, del mismo tiempo, de la misma sociedad que están separadas por la enormidad de una zanja: el acceso a la plata. Un dinero todavía más frío, más impersonal, más inaccesible a cualquier súplica o pedido. Un dinero en la máquina. Un alfajor prisionero de una máquina sorda, ciega, ajena. Pobre máquina o ¿pobre niña? o ¿pobres nosotros?
Lo peor es que no hay moraleja, ni salida, ni lección. Es simplemente la realidad. La máquina seguirá allí custodiando nuestra comodidad y nuestro dinero con su boquita metálica esperando las tarjetas y una niña - como otras y otros - que saben que del otro lado del vidrio esmerilado hay máquinas que producen dinero. Ajeno, siempre ajeno.
¿Algún día a esa niña, no la asaltarán una ganas locas de entrarle a la máquina con un martillo, aunque, la cámara de seguridad - que ni siquiera sabe que la observa con sus ojitos ávidos - la esté filmando para la posteridad?
Fue nada más que eso, una anécdota y algunas preguntas.