Estadísticas, rankings, declaraciones, denuncias y valoraciones, son arrojados a la consideración ciudadana como cañitas voladoras, destinadas a causar estruendo sin que nadie sepa bien de dónde viene; mucho menos a qué nos conduce. Este estado de inminencia le quita espacio a lo perdurable, a lo trascendente, por lo que no debemos extrañarnos de que venga acompañado con dosis más o menos contundentes de cinismo.
Las cosas no son lo que son ni lo que deberían ser por sí mismas; carecen de una axiología inmanente. La realidad carece de especificidad y cualquier consideración sobre sus manifestaciones quedará librada a la utilidad política que de ella puedan hacer sus exégetas. Además, la glorificación del pensamiento utópico proyecta un cono de sombras sobre lo contingente, sobre el rigor de buscar evidencias para fundar una afirmación.
Las consecuencias de esta cultura moral es que se vuelve imposible determinar si una conducta es inapropiada, aun tratándose de asuntos tan diáfanos como corrupción, la represión, el crimen, la manipulación, el terrorismo, el acomodo o la mentira.
Cualquier tema de la agenda política cotidiana es útil para descubrir hasta qué punto estamos inmersos en una lucha entre el cinismo, esa perversión del espíritu que no reconoce más conducta moral que la que conduce al poder, y la ética de los valores.
Aunque existe un vínculo radical entre el cinismo político y ciertas ideologías utópicas o "idealistas", no estamos ante un problema ideológico sino moral, y en términos prácticos, dialéctico. Los cínicos no discuten con el objeto de encontrar la verdad en el diálogo y la confrontación de razonamientos concebidos con lealtad, sino para conseguir o mantener el poder.
El precio que pagan sus conciudadanos puede ser muy alto. Los cínicos utópicos encarnan una pedagogía inversa: desnaturalizan los valores hasta convertirlos en rencores de fácil manipulación.
Contrariamente a lo que fingen, los cínicos utópicos suelen ser indolentes y aristocráticos. Desprecian al ser humano corriente, siempre pendiente de cuestiones poco sublimes, y no tienen sentimientos de auténtica compasión por quienes sufren. Se vinculan con el prójimo con un lenguaje forzadamente empático y a los únicos efectos de conseguir su favor, para volverse grandilocuentes, y aún violentos, si se les descubre la maniobra.
Debatir sobre lo inminente es una forma de inhibir el abordaje ético, derivado del sentido trascendente, con el pretexto de las aristas circunstanciales y relativas de los hechos. Creyentes y ateos, socialistas y liberales, emotivos y apáticos, circunspectos y chacoteros, pueden construir la convivencia en base a ciertos postulados axiológicos compartidos, especialmente el respeto integral a los derechos del prójimo, lo que incluye renunciar a cualquier forma de utilización, y socorrerlo de ser necesario y sin reclamar nada a cambio.
El debate cardinal no es típicamente ideológico, del tipo "izquierda vs. derecha" o "progresistas vs. neoliberales". Es entre los cínicos y los éticos. Es, por tanto, un debate moral.