El sábado pasado se oficializó la fórmula electoral del Frente Amplio con todas las exigencias formales y la escenografía reclamada por los especialistas y los medios. Hubo discursos, votación por aclamación y alegría, cánticos y banderas al viento. ¿Cuánto importa el entusiasmo, las sonrisas, los abrazos en la política?

Considerando el proceso acusatorio que se le hizo al Frente, a Mujica y Astori luego del anuncio realizado el lunes de la semana pasada en la sede de FA, debe ser un tema esencial, al borde de definir el éxito o el fracaso de una elección.

En la historia del propio Frente Amplio los grandes gestos han tenido una gran importancia. Desde su nacimiento en un salón del Palacio Legislativo, rodeado de los mármoles y las pinturas del republicanismo oriental, hasta aquél primer acto del 26 de marzo de 1971 en la explanada Municipal siempre la izquierda asoció su nacimiento y sus momentos más rutilantes a los escenarios, a sus banderas, a sus estados de ánimo. No es un fenómeno sólo uruguayo.

Cuando la política por estas latitudes desencanta a las multitudes y se transforma en electrónica y de palacio, algo está en crisis y los únicos que se alegran son los amigos de los recovecos del poder, las corporaciones. Las multitudes no son necesariamente sinónimo de democracia, pero las soledades y la esterilidad de una política son seguramente sinónimos de decadencia republicana.

Los uruguayos vivimos la política con pasión y emoción o directamente no la vivimos. No hay posibilidades de aislar la racionalidad imprescindible de la política con la tensión moral, la pasión expresada de tantas maneras. Por suerte cada día más aprendimos que nuestras pasiones no tienen porque expresarse avasallando otras pasiones. Fue un largo aprendizaje, cuidémoslo porque en tierra de carnívoros cuando se superan los límites el retroceso es caro y amargo.

El sábado y el domingo todos los medios de prensa resaltaron el cambio que se produjo en el Frente Amplio, en sus dirigentes y militantes. Se podía apreciar horas después entre gente que no pasó ni siquiera cerca del gimnasio de CAMBADU, que se enteró por esos conductos subterráneos o electrónicos que funcionan tan bien. Los frenteamplistas estábamos contentos. Es que nos hemos acostumbrado demasiado y peligrosamente a que las tensiones explotan en todos lados. Un gran momento de encuentro nos convoca, nos da alegría.

El sábado nos ganamos entre todos el derecho a estar contentos, a tener esperanzas, disponernos para la batalla electoral, a afilar lengua, neuronas y argumentos para confrontar con nuestros adversarios. Que la verdad es que en algo nos ayudaron. Largaron tan desde la derecha, con tanta agresividad que nos sumergieron de golpe en un baño de realidad. ¡Ojo! Que del otro lado no hay otra alternativa que la restauración política, social, cultural, educativa de la derecha.

Estos días andamos todos un poco mejor. El peligro es que nos conformemos con el humo tricolor, con la fórmula que está integrada por las dos principales figuras políticas nacionales y que ya están dando muestras de unificar contenidos manteniendo estilos y enfoques diversos.

Soy un aguafiestas. Quiero recordarnos que las elecciones se ganan con los últimos cien mil votos, los más alejados del centro político cultural de la izquierda y que vale lo mismo el voto del que milita todos los días, lleva su bandera, su adhesivo, sus ideas a flor de piel, que el que se convence a último momento frente a la ranura de la urna y nos presta su voto. Esos son los imprescindibles.

Con esos ganamos las elecciones pasadas, por esos perdimos las elecciones de 1994 (antes de la reforma constitucional) y por esos mismos ganaremos o perderemos el próximo domingo 25 de octubre. Soy un convencido que si no superamos el 48% ese día es muy difícil ganar las elecciones en un ballotage.

Hacer campañas electorales es entre otras cosas no utilizar conceptos genéricos y engañosos. No hay un único votante, no existe la “gente”, existe una fuerte segmentación de ciudadanos que tienen expectativas diferentes. Algunas sustantivas y otras adjetivas. Que también los hay.

Yo desde la comodidad de mi columna, sin el fragor de la pólvora electoral quiero aportar mi grano de arena, hay que tener un mensaje que llegue hasta esos extremos del electorado potencial del Frente Amplio, hasta esos cien mil votos que hay que ganar para obtener el triunfo. No un mensaje diferenciado, específico porque se nota y se desmorona por su propio peso, me refiero a un mensaje nacional, creíble, audaz, que entusiasme no sólo a los militantes sino a los uruguayos.

Un mensaje que llegue a todos los rincones del país, porque además de un desafió político hay otro geográfico, la izquierda ganó cuando perdió su centralidad ciudadana y montevideana. En Montevideo hace tiempo que venimos ganando la batalla cultural e ideal de la izquierda. Las últimas elecciones lo demostraron, pero los cien mil imprescindibles están lejos, una parte fundamental está en el interior. Y eso exige discurso, medios, presencia, y propuestas específicas. Y mucho respeto.

Sin el humo tricolor, sin las banderas la viento, sin entonar “A redoblar” y nuestras consignas no se ganan las elecciones, pero sólo con eso tampoco. Y de eso se trata, no de sacarse las ganas, sino de ganar. Aquí y hoy la opción es única: ganar o perder.