Contenido creado por Gastón Fernández Castro
Cybertario

Horas

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04.04.2012

Lectura: 3'

2012-04-04T07:43:42-03:00
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“Hace frío y estoy lejos de casa. Hace tiempo que estoy sentado sobre esta piedra”. La guerra de las Malvinas fue una carnicería que comenzó vitoreada por la multitud, como casi todas las carnicerías desatadas por los seres humanos.

Las guerras patrióticas, como las tiranías, suelen comenzar con la aprobación o al menos la indiferencia de las mayorías. La de Malvinas, reunió ambas iniquidades: se la presentó con un ropaje patriótico y fue protagonizada por una de las más sangrientas tiranías de que se tenga memoria.

Pocos días después de aquel 2 de abril de 1982, y cuando era un hecho que Gran Bretaña mandaría su “fuerza de tareas” a pelear, Galtieri y sus generales friolentos decidieron movilizar a los conscriptos de la “Generación 62”. Recuerdo un viaje en colectivo un domingo de noche junto a algunos de ellos. Marchaban a sus unidades, desde donde volarían al frente de batalla. El aire ya no era de algarabía y patriotismo sino de incertidumbre y miedo, como si todos comenzaran a preguntarse en qué se habían metido.

“La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro, y cuando llegaste me miraste y me dijiste ‘loco, estás mojado, ya no te quiero’ “. Andrés Calamaro capturó en los versos de esta canción, escrita para Los Abuelos de la Nada, la indefensión y abandono que experimentaba el combatiente, librado al albur de vivir o morir, así como la inutilidad de las conflagraciones bélicas. Para estos conscriptos inexpertos, la vida en la trinchera fue dura y eterna, expuestos al frío, la falta de alimentos, la desorganización y aún la crueldad de sus superiores, que venían de derrotar a la “guerrilla”, un conjunto de grupos más o menos organizados, delirantes y crueles, a los que habían exterminado sin piedad. Miles de muertos, torturados y desaparecidos revistaron en el saldo siniestro de aquellos años. La represión se había cebado por última vez sobre los argentinos apenas dos días antes de aquel 2 de abril, cuando una multitud que reclamaba democracia fue severamente reprimida en la Plaza de Mayo, la misma que vería flamear miles de banderas argentinas saludando a Galtieri y su curda siniestra.

“Yo me pregunto para qué sirven las guerras”. Voltaire reflexionaba sobre la sangrienta ironía que supone condenar a las personas por homicidio cuando mata a un semejante y dejar de hacerlo cuando lo mata en grandes cantidades y al sonar de las trompetas.

Treinta años después, Argentina está más lejos de recuperar las Malvinas de lo que estaba en 1982, si es que tenía entonces alguna posibilidad. A pesar de que abandonó el camino de las armas, no supo sembrar de confianza y amistad la relación con los británicos de modo de conquistar alguna forma de soberanía. La lección parece clara: es mucho más fácil desatar la guerra que la paz, entre otras cosas, porque la paz supone un proceso lento, contradictorio y de final incierto. Por eso el camino de la paz carece de glamour y no genera entusiasmo entre los cultores de la manipulación y el aspaviento.