Estaba visto. Apenas el gobierno fijara la fecha de las celebraciones del Bicentenario iba a estallar la polémica. ¿Se corresponde con la verdad histórica? ¿Nacimos como nación con el Grito de Asencio? ¿Era aquel país este o, lo que es aún más dramático, es este el país por el que lucharon aquellos bravos? Si se aprovecharan los festejos para algo más que la sensiblería y el pericón, podríamos terminar el año con una idea más acabada de los complejo y contradictorio que fue el proceso emancipador.

Uruguay llegó a lo que es porque forjó una identidad en una continuidad institucional independiente, a veces incluso contra la voluntad de algunos de sus patriotas. De ningún modo es cierto que seamos sólo treinta y tres gauchos atrás de un puerto (desde cuyos barcos habríamos descendido los demás) ni una pradera con vista al mar. Pero si la patria se hizo a caballo, al menos su versión moderna se completó a pizarrón, azada y fretacho.

Hace una década, Manuel Fraga Iribarne nos recordaba que la generosidad con que fueron recibidos los inmigrantes durante décadas fue posible porque el país estaba vacío. Este proceso comenzó antes de que la patria cumpliera su primer centenario con tal pujanza que, a comienzos del Siglo XX, Montevideo hervía de sangre extranjera. El país incorporaba nuevas ideas, habilidades, vientres y brazos. Los inmigrantes europeos trajeron consigo un tesoro: sería el trabajo y el esfuerzo por educar a sus hijos lo que les permitiría salir adelante. El mismo tesoro que había anticipado José Pedro Varela, tras visitar Europa y Estados Unidos y conocer a Sarmiento.

Nuestra sociedad aprendió tempranamente la relación entre la educación y el desarrollo humano, las instituciones republicanas, la participación democrática y el ejercicio pleno de la libertad. En ese "melting pot" cultural naceríamos los uruguayos, como naturales herederos de los orientales, que habían resultado tan ilustrados y valientes como sanguinarios y camanduleros.

Pero hay malas nuevas, a pesar de la bonanza económica y los fastos patrios. No sólo que el país sigue desierto y los inmigrantes dejaron de venir hace medio siglo, sino que "la educación" naufraga con total éxito y el Parlamento se enfrasca en un diálogo de sordos sobre qué hacer con un puñado de menores, delincuentes y pobres. Si es cierto que hay una relación directa entre el aumento de la criminalidad y la miseria, y si es cierto que la educación es la única solución verdadera, ¿no habrá alguna manera de sumar fuerzas entre todos para bloquear a las fuerzas de la reacción y reformar la educación con sentido de justicia y de futuro?

Pensando en el Bicentenario y en Artigas, sería una buena forma de honrarlo y favorecer a los más infelices. Con Varela es más difícil. Si viviera, aborrecería a las corporaciones y se la pasaría arengando sobre el uso creativo de las nuevas tecnologías, la autoeducación, las instituciones horizontales y descentralizadas; la conectividad, la interactividad y el aprendizaje en red.