Los extraordinarios resultados de la selección uruguaya de fútbol en Rusia están despertando una euforia pocas veces vista. Tanto sus figuras como su director técnico son objeto de ditirambos y extrapolaciones que pretenden inspirarnos, más allá de lo razonable, en valores humanos, patrióticos, organizaciones y de cualquier índole. Así, Cavani es descripto como un héroe y su orientador técnico, Óscar Washington Tabárez, como una mezcla de Napoleón con Peter Drucker. Tratándose de fútbol, deberíamos al menos tomar algunas precauciones.
La primera es prepararnos para la próxima derrota. Nuestra admiración por "el proceso Tabárez" y "la celeste" está impregnada del exitismo y la veneración es directamente proporcional a la gratificación que nos causa imponernos a nuestros rivales. En un país en el que el fútbol se convirtió en el gran espacio simbólico e identitario, los triunfos de la selección son los del país y, por extensión, los de cada uno de nosotros. De modo que si ellos caen, todos de algún modo caemos.
En los países que tienen el éxito diversificado y que presentan niveles altos de desarrollo y bienestar, perder en una justa deportiva es algo menos importante. La revancha la pueden obtener registrando una patente, obteniendo un premio Nobel o viendo a uno de sus deportistas ganar el Tour de France o liderando el ATP. No es el caso de Uruguay.
Nadie quiere hoy hablar de ella, pero más vale que tengamos la próxima derrota en el horizonte porque un día, esperemos que dentro de mucho tiempo, va a llegar. ¿Repetiremos entonces los elogios de dimensión oceánica que decimos hoy? Si los hinchas de fútbol seguimos siendo tan mezquinos y desmemoriados como siempre, la respuesta es no. Si de verdad aprendimos algo, seguramente seamos capaces de discernir entre lo bueno y lo malo, de un modo que hoy nos está vedado por la euforia y la épica de cotillón.
Nótese que los protagonistas se refieren al asunto en términos diferentes a los nuestros. Para ellos, el éxito y el fracaso están en otro lado. No porque les dé lo mismo ganar que perder sino porque mañana van a tener que seguir lidiando con éxito y el fracaso, esos impostores, al decir de Rudyard Kipling. En cambio nosotros comenzaremos a dudar de sus habilidades no bien vuelvan a caer, como si la colección de desmesuradas alabanzas de estos días nunca hubieran salido de nuestras bocas.
Finalmente, deberíamos prepararnos para la victoria, no vaya a ser cosa que terminemos repitiendo que ganamos de casualidad. Tenemos una selección de fútbol que cuenta con un cuerpo técnico y un plantel de excelencia, y unas autoridades que, si lo hicieron posible, son capaces de alcanzar el éxito en aquello que se propongan. Todos salieron de familias iguales a las nuestras y, salvo por sus cualidades excepcionales, debieron entrenar y sacrificarse tanto como podemos hacer nosotros en nuestras cosas.
Quizás debamos comprender que ganar una copa del mundo es un hecho ocasional y pasajero, y que lo importante es ganarle a la molicie cotidiana, a la hoja en blanco, a la pelota inerte. No es lo que hay, valor. Es lo que podemos hacer para que haya algo mejor. Arriba Uruguay.