En el medio de la polémica por la filtración de un documento interno del Frente en el que se manejan varias alternativas para financiar el gasto público, Moreira se despachó con un par de tesis de alta economía: 1) si se reduce la tasa de crecimiento hay que aumentar impuestos, y 2) si no se puede mejorar más la calidad de la recaudación, entonces hay que aumentarla. Tales tesis bien pueden acercar a la politóloga al Nobel de Economía, al menos cuando la Academia de Ciencias de Suecia quede en manos de chavistas o kirchneristas.
En la mirada de Moreira, la riqueza de los particulares no parece más que una gigantesca bolsa de la cual se puede manotear lo que se necesite, en atención a satisfacer las demandas del gasto social. Como el capitalismo es intrínsecamente injusto, toda moneda que se pueda quitar de manos de los que tienen más para distribuir entre los que tienen menos, será un acto de justicia redistributiva de una legitimidad autoevidente.
Los sectores moderados del Frente comparten esta mirada pero son más responsables e ilustrados: buscan el punto en el que pueden desplumar al ganso sin que sus graznidos se vuelvan ensordecedores.
No hay antecedentes en la historia tributaria de un gobierno que haya reconocido que parte del dinero de los impuestos va a destinarse a gastos tales como comprar aviones viejos, contratar amigotes y conmilitones desocupados o financiar la propaganda y el clientelismo.
¿En qué se gasta el dinero de nuestros impuestos? ¿Cuánto llega efectivamente a quienes más lo necesitan y cuánto queda por el camino, ya sea por ineficiencia o picardía? ¿Cuánto cuestan en realidad los servicios que se nos devuelve a cambio de lo que pagamos?
Hace unos días le pregunté a un senador si el Estado producía indicadores que permitan a los parlamentarios y a los ciudadanos, tener un verdadero control de lo que se hace con nuestro dinero. El legislador rompió a reír. Salvo en contadas excepciones, no existe ninguna forma de tener estos datos.
La excusa (siempre hay una) puede ser la dimensión, la diversidad y la complejidad administrativa del aparato estatal. Sin embargo, hay empresas multinacionales que manejan un capital superior al PBI uruguayo, y tienen operaciones en varios países y en diversas ramas productivas. Nada de eso es obstáculo para que los accionistas conozcan, de manos de sus administradores, qué se hace con su dinero.
Los impuestos existen básicamente por dos razones: costear los gastos del gobierno y ofrecer ciertos servicios básicos. Sin embargo, ni el costo de administración, ni la calidad del gasto ni las contraprestaciones que recibimos a cambio de nuestro dinero son temas de debate público.
Si los gobernantes y parlamentarios uruguayos no han generado estos insumos, es por pura desidia o complicidad con el despilfarro. Ojalá que los impuestos vuelvan a ser tema de campaña pero con una perspectiva más técnica y exigente, que sirva para potenciar la calidad democrática del país.