Ahora me reencuentro luego de haber visto unas imágenes, las mismas que todos ustedes vieron.
De eso voy a escribir, de un tema diferente a los habituales: el poder de la imagen. Nada nuevo.
Todos sabíamos que el trato hacia los adolescentes y jóvenes privados de libertad en el INAU era violento. Lo declaraban sus familiares, sus abogados, varias y diversas organizaciones. Y nos callamos o nos desentendimos. De dos maneras: siempre quedaba la escapatoria de la duda de que eran versiones interesadas y, en segundo lugar, asumámoslo, en el fondo y no tanto, pensábamos que se lo merecen, no son ningunos angelitos...
¿Hasta qué? Hasta que nos mostraron un video en el que se prueba de manera irrefutable que se cometían atropellos, agresiones y una discrecionalidad total por parte de funcionarios responsables de la seguridad. Y allí se produjo un doble efecto devastador: por un lado quedó comprobado sin ningún lugar a duda tanto por las imágenes de aquel video, como por las declaraciones posteriores de los dirigentes sindicales, que eso era lo normal, la norma. Y con mil diferencias, muchos, la mayoría nos horrorizamos. Pero nos horrorizamos un poco menos de nosotros mismos.
El segundo efecto fue en la población, o en una parte importante, que dejó de dudar y puesta ante la evidencia de dos adolescentes atropellados por un grupo de robustos adultos prepotentes e incluso pateados en el suelo y sin mucho tránsito intermedio, pasó a reclamar justicia y decencia. ¿Cuántos nos interrogamos sobre nuestro pequeño monstruo interior? No hay estadísticas.
Lo cierto que el desencadenante fue una imagen, una filmación.
Segundo caso. Hace años que conocemos la tragedia de los refugiados, de cientos de miles de personas que huyen o del hambre a través de Libia, o de las guerras en Siria, Irak, Libia, etc. Vimos miles de imágenes de botes de desesperados a la deriva, de campamentos interminables, de columnas de familias recorriendo las tierras europeas... Nos conmovíamos, pero lentamente se integró a nuestro horizonte informativo diario. Eran todos vivos y sufrientes. Hasta que llegaron unas simples fotos.
Unas simples fotos en una playa turca, primero del cuerpito de un niño ahogado en la orilla, un niñito como nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros vecinos. Un niñito que ni siquiera mostraba su rostro, estaba boca abajo, con su cuerpito como una enorme acusación a este tiempo de barbarie.
Luego un policía turco llevándolo en sus brazos, en una ironía histórica, porque Aylan Kurdi, el niñito de tres años era curdo, un pueblo ocupado, aprisionado, sometido por Turquía. Al punto que sus aviones aprovechan el pretexto de combatir al estado islámico para bombardear a poblaciones curdas en Siria. Y el mundo se horrorizó.
Todos los grandes medios de comunicación del planeta reprodujeron la imagen del cuerpo de Aylan, que con su muerte sensibilizó a personas, gobernantes, periodistas, dibujantes y sacerdotes de todas las religiones. ¿Qué hubiera sucedido con los refugiados si no se hubiera difundido la imagen de Aylan?
No quiero ni siquiera especular sobre ese tema. Es una acusación tremenda contra todos y me incluyo.
Podría tomar otros ejemplos, incluso la conmovedora imagen de un niño refugiado, expulsado, rechazado que le ofrece una galleta a un policía húngaro. De esa misma policía casi fascista. Se sabe que los niños son ingenuos y sobre todo humanos. Son humanos en serio.
Y sobre ese episodio de Aylan se escribirán torrentes de textos, la imagen pasará a engrosar la enorme galería de las mejores fotos de la historia, casi todas ellas asociadas a la barbarie, y es posible que algunos nos interroguemos si no hemos reducido esa barbarie, esas muertes, a un espectáculo más, a una banalización más. A la banalización del mal, el de nuestra civilización, pero también al mal que llevamos adentro, el de la indiferencia.
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