A los uruguayos siendo tan pocos en el planeta, si comparamos nuestros exiguos tres millones y medio de orientales con los casi 7 mil millones de habitantes del planeta nos han endilgado una larga ristra de adjetivos. Los principales dispensadores de críticas hemos sido nosotros mismos: los uruguayos.
Hasta en las publicidades nos tratamos de grises, de mediocres y hasta algún generoso vecino gigante nos trató de “enano llorón”. También que dejamos todo para el final, somos poco ambiciosos, nos gusta el medio, criticamos a los que les va bien y a los que les va mal, los demás están perdonados. Pero la madre de todas las críticas es nuestra empedernida condición de nostálgicos. No hablemos del fútbol porque esa ya es materia para el psicoanálisis colectivo.
Una sociedad tiende a parecerse a su propia imagen, es una compleja relación entre la realidad y su imagen reflejada en el estado de ánimo de sus integrantes. A veces además de una crítica es un vaticinio, una condena. Eso es lo peligroso.
Si en lugar de mirarnos nosotros mismos de forma tan implacable, nos vemos reflejados en los demás, en nuestros vecinos, en los que nos conocen en el mundo, veremos que la imagen no es la misma. Y la única forma de conocerse no es mirarse uno mismo los pies o eventualmente la barriga, sino mirarse al espejo. Para eso está. Y el espejo de los países son los otros, donde nos vemos reflejados.
En estos días me ha tocado conversar con amigos argentinos, españoles, italianos, por diversos motivos. Y tienen una imagen muy diferente de nosotros. Pero radicalmente diferente. Dicen que en unos pocos años este país ha cambiado mucho, se nota otro empuje, otra energía, otro color. Ya ni siquiera nos vestimos de gris... con saco azul.
Para los europeos la nostalgia es incomprensible. ¿Alguien puede creer que los españoles, o los italianos, o los franceses y los alemanes tienen nostalgias de los años posteriores a la guerra, o los previos, o de la guerra? La inmensa mayoría de los europeos viven hoy – incluso en medio de la crisis que los ha golpeado duro – muchísimo mejor que antes. Tal es así que ya no emigran masivamente, por ejemplo al Uruguay.
Pueden tener nostalgia de algún detalle, de alguna antigualla, de un paisaje bucólico, pero no añoran su vida pasada. Los uruguayos que vivieron hace más de sesenta años y todos los que recibimos sus relatos, leímos historia y crónica o miramos antiguas fotos sabemos que este era un país espléndido, pletórico, lleno de vida y empuje, que tenía un nivel de ingresos por habitantes de los más altos del mundo, donde el hambre era desconocido, cuando en Europa – por ejemplo – era bastante normal.
Basta recorrer Montevideo o muchas ciudades del interior y ver los edificios públicos, los teatros, los museos, los cines, las casas patricias particulares, y los íconos de nuestra capital para darnos cuenta que tenemos sobrados motivos para ser nostálgicos. Por eso el día de la nostalgia y del patrimonio son un éxito estruendoso y creciente.
Es que tenemos nostalgia y patrimonio. ¿Por qué entonces nos hemos convencido que somos grises y mediocres, inclusive en el fútbol? Porque el gran mediocre, el que se desbarrancó fue el poder, político, económico y social en los últimos 50 años. Y para explicar su propia mediocridad y su grisor nos metieron a todos en la misma bolsa.
Fue una gigantesca operación intelectual y cultural. Ante la pérdida de toda referencia, de un rumbo, de un proyecto nacional auténtico, en todos los sectores, distribuyeron las culpas en toda la sociedad. El poder gris nos hizo grises a todos y cuando no alcanzó no dejó verdosos y enjaulados.
Los procesos culturales, no son puros, son una combinación de factores materiales, de tensiones sociales que abonan el campo y de prédicas permanentes, constantes que van carcomiendo una sociedad. Y en eso también tiene culpa la izquierda que no estaba en el poder, en algunas porciones que ejercimos no logramos sacudirnos el polvo.
Pero esa cultura del país gris y decadente nos lo metieron en el alma. Incluso al salir de la dictadura cuando todos creíamos que el cielo de otra libertad, de otra imaginación, de otro clima humano y político era posible, practicaron el grisor más absoluto para sepultar todo ese impulso renovador. Fue un crimen cultural enorme, el de la impunidad frente a los crímenes, el del miedo como aliado de los grises y el de la resignación ante la mediocridad.
Ha pasado casi un cuarto de siglo desde que salimos de la oscuridad y de la jaula, hace cuatro años y medio que comenzamos lentamente, paulatinamente a animarnos, a sacudirnos los grises y la forma de pensar mediocre y a construir otros impulsos, otras ganas, otras audacias. Pero nos falta mucho, para simplemente volver a ser lo que fuimos.
Porque ahora lo que necesitamos es tener nostalgia del futuro y no del pasado. El mundo es otro, y las audacias necesarias son otras. En medio del tsunami financiero y económico mundial nos atrevimos y seguimos a flote, navegando, y asumiendo conciencia de que podemos. De que vale la pena quedarse, incluso volver y arriesgar en el Uruguay.
El próximo 25 de octubre tenemos por delante una prueba de fuego, si queremos volver al mismo gris de siempre, a la misma mediocridad de hace algunos años, o si vamos a darle un nuevo gran impulso a nuestra modernidad a nuestro futuro, no como tiempo inexorable, sino como construcción de un nuevo proyecto colectivo, de una nueva cultura del cambio y del impulso.
No queremos repetir lo que ya hicimos, no nos alcanza, fue la primera ruptura de la morsa de la crisis perpetua y sólo con eso conseguimos resultados históricos. Pero no es esa la historia que queremos como referencia, es otra. En relación a las resignaciones y los grises del poder tradicional, son casi delirios. Queremos ser un país desarrollado a la uruguaya, es decir con integración social, sin brecha digital, con una enseñanza de primera, incluyendo algunas islas de directa responsabilidad de la izquierda desde hace muchos años, queremos una salud de alta calidad y no ver como el mundo se nos aleja y queremos ser una “comunidad espiritual” como decía Wilson que no se mira el ombligo y la punta de los pies, sino que tiene su generosa mirada en el horizonte. Allí, donde están el futuro y los sueños.