No sabemos si Fumaya trabajaba a pérdida o si la medida se debió a que la importación es una actividad bastante más tranquila y menos problemática que la producción industrial. Como sea, aparece una vez la falta de competitividad como una sombra amenazante.
Entre los costos a los que suele achacarse la pérdida de competitividad se destacan las tarifas públicas, mantenidas artificialmente altas por el gobierno para pagar sus propios gastos; no sólo el salario de maestras, policías, enfermeras y bomberos, sino el de aquellos trabajadores cuya presencia en la nómina estatal resulta deficitaria.
Como los últimos gobiernos hicieron algunos negocios ruinosos y rechazan la conveniencia de reducir el gasto (al que se comprometieron sin tener recursos suficientes) han optado por la ilusoria solución de quitarle más dinero a quienes generan riqueza genuina. Tenemos así unos gobernantes que trasladan el pago de sus facturas a los que invierten, arriesgan y trabajan en la economía real y por tanto, no tienen más alternativa que generar utilidades o cerrar.
El costo de semejante práctica no lo paga el gran capital, la burguesía ni el imperio yanqui, sino aquellos trabajadores que no cuentan con el respaldo de un gremio pesado ni tuvieron la fortuna de que un contrato con el Estado se cruzara en sus vidas.
Digámoslo de una manera más directa: el salario de los trabajadores innecesarios en algunas líneas de producción del Estado, como los jardineros de la división Portland de Ancap, los pagan otros trabajadores, incluso con sus empleos.
Cuando un jerarca estatal cree que está siendo solidario con unos trabajadores al mantenerle sus contratos aunque esto resulte deficitario, está actuando como un capitalista salvaje con otros trabajadores, a quienes les arrebata dinero en impuestos y tarifas, y aún más salvaje con otros, a quienes unas tarifas artificialmente altas los termina arrojando a la calle.
Esto es doblemente injusto. En primer lugar porque castiga a unos trabajadores que podrían ser productivos en una economía con costos razonables, para beneficiar a otros cuyas tareas no reportan beneficios. Pero eso no es lo peor: la razón por la que unos reciben lo que no merecen y otros se ven privados de lo que merecerían es que los primeros tienen más poder relativo.
Los políticos solidarios con dinero ajeno que eluden hacerse cargo de sus errores, castigan a los más débiles y premian a quienes tienen mayor poder de negociación. De modo que el triunfo del Sunca y la Federación Ancap con los jardineros del Portland es la derrota de la Untmra y los metalúrgicos de Fumaya. Así de cruel.
Es que sólo hay algo peor que el capitalismo salvaje y son los gobernantes que utilizan el Estado como escudo de los fuertes para salvarse ellos mismos, en nombre de una presunta sensibilidad social.
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