El gobierno suele invocarla con orgullo cuando se encuentra con algunos de sus logros, y la oposición con ironía cuando descubre que el gobierno está en problemas. Ambas conductas señalan precisamente lo contrario de lo que pretenden. En los países a los que aspiramos a alcanzar, los presidentes no hacen política más que con sus acciones de gobierno y los opositores compiten tanto como cooperan.
Un ejemplo claro de que algo está cambiando es el abordaje más reciente de la inseguridad. El problema llegó a un punto tal que ya nadie se anima a cobrar ni pasar facturas. Así, mientras el gobierno acepta una iniciativa propuesta por el Partido Independiente de acordar políticas de Estado en tan delicada materia, la oposición parece haber abandonado el pedido de renuncia del ministro Bonomi, basándose en un doble entendido: un gobierno con mayorías parlamentarias no va regalarle semejante victoria a la oposición y, después de todo, quizás llegó la hora de reconocer que la anhelada mejora en materia de seguridad no pasa por el cambio de ministro.
El nuevo abordaje colectivo del problema nos aproxima al de un país de primera, pero aún faltan las políticas de Estado, esos planes y acciones consensuados que pondrán la seguridad física y jurídica de la ciudadanía a resguardo de los vaivenes políticos.
¿Cómo es posible que se haya dejado crecer el problema hasta el punto en el que se encuentra actualmente? Pues porque el gobierno y la oposición, más allá de sus notorias diferencias, participan de una cultura política común, relativamente sofisticada pero aún con niveles de excelencia y madurez inferiores a los que tienen los países de primera.
Una señal positiva en este sentido es que el debate público en la materia parece superar la falsa dicotomía entre penalizaciones ejemplarizantes y contemplaciones humanitarias.
Un discurso y un diálogo maduros deberían superar ese espejismo y abordar nuevas políticas sociales y represivas, sin perder de vista el sentido de justicia, solidaridad y respeto por los derechos humanos.
No parecería razonable forzar los principios del Derecho para obtener mejoras tangibles en materia de seguridad, pero tampoco olvidar que el derecho positivo también es un código de señales sobre los valores y principios que rigen las conductas de la comunidad.
De igual modo, no debería esconderse la responsabilidad de quienes delinquen sobre las consecuencias que generan en la vida de sus víctimas y en las propias, ni dejar de atender a los sectores más vulnerables, especialmente a niños y niñas, con políticas sociales acaso más ambiciosas y sostenidas por un nuevo diseño institucional.
Lo que tenemos ahora es una invitación a la construcción de políticas de Estado en materia de seguridad pública, de la que seguramente participarán todos los invitados. Ojalá esta vez no termine en frustración, sino en el ascenso de un nuevo peldaño en la larga escalera que nos conduce hacia el país que soñamos.