Por Esteban Valenti
No hay concursos de pobreza o indigencia. Sería de muy mal gusto y nadie querría participar. Pero las estadísticas, esas implacables estadísticas, con sus prolijas columnas y líneas de colores, esas registran minuciosamente los diversos niveles. Yo no me voy a gastar en colocarme en alguna de esas fronteras, pero sé perfectamente lo que es ser pobre.
El único que queda vivo y lo compartió conmigo, y que puede ser mi testigo, es mi hermano Giorgio. No andamos llorando por los rincones por esos largos años de nuestra niñez, que fue bastante corta, porque como dijo Tita Merello, la niñez de los pobres es más corta. A mí se me terminó a los 13 años porque comencé a trabajar y dejé de ser pobre. Fui un trabajador uruguayo de los años 60, no nadaba en la abundancia, pero vivíamos. No siempre coinciden los tiempos.
La pobreza puede comenzar por muchos lados o por todos juntos. A veces por la ropa, cuando tenés que ir a la escuela todo el año con botas de goma, con lluvia, con sol y con la mirada de tus compañeros y de la maestra. No pueden evitarlo, sobre todo cuando a la escuela pública a la que íbamos no era de gente muy pobre, en Buenos Aires y en Mar del Plata.
Puede seguir porque los juguetes que ligaste en alguno de los momentos de prosperidad marchan a la venta, bicicleta incluida.
La pobreza no tiene por qué ser continua, en nuestro caso era un subibaja endemoniado. Y, donde seguro te encontrás con la pobreza es en tu casa, o en lo que tengas para vivir. Nunca vivimos en un rancho de lata, pero vivimos en un solo ambiente construido por nosotros, todos juntos y amontonados, sin ventanas, sin revocar y con el baño afuera, un agujero y un latón para bañarte, allá en la calle Esmeralda 1863. Es una dirección que nunca podré olvidarme, no por la pobreza, sino por la generosidad de mis abuelastros, dos seres maravillosos, don Juan y Margarita, y por los pibes de la cuadra, con los que aprendí a jugar a la bolita, con los trompos y al fútbol en la calle, esquivando el verdín.
La pobreza también te la encontrás en una casita perdida en un barrio de calles de tierra, a kilómetros de la playa La Perla en Mar del Plata y donde íbamos con Giorgio al almacén, bastante salteado, por cierto, con honda y un rifle de aire comprimido salvado de los remates, porque las barras de pibes de la zona eran bravas y si te agarraban de gil, estabas perdido.
Mi última experiencia fue en Montevideo en 1962, cuando vivimos todo un año en una piecita en el fondo del Hotel Malvín de la calle Michigan, donde no cabíamos los cinco, y nos calentábamos y cocinábamos con un Primus y un ladrillo.
Pobres de no tener para el boleto y tener de menú, papas y cebollas y la imaginación de Elsa, nuestra madre. Que además tenía una imaginación estupenda y siempre nos proyectaba a la mayor prosperidad. Y a veces hasta lo logró. Por eso fue una pobreza diferente, por capítulos, interrumpidos, por saltos hacia la aventura y el próximo desastre. Pobreza de vivir deambulando, esquivando la embestida de los acreedores. A mí lo que me aterrorizaban eran las libretas de pedir fiado, en el almacén, en la verdulería. Será por eso que no me gusta usar las tarjetas de crédito, es una tara que me quedó, me gusta pagar en efectivo.
Después empecé a trabajar en Montevideo, primero dibujando letras para pintores de vidrieras; en una agencia de turismo y cambio llamada Pasamar, en el edificio Ciudadela y luego tuve el privilegio de entrar en Codarvi, que fue de las mejores cosas que me han pasado en mi vida. Trabajar en la mejor fábrica de cristalería de toda América Latina y creo que más. No éramos precisamente ricos, sobre todo con tres hijos a los 24 años, pero vivíamos y militábamos.
En mi etapa pobre las deudas nos hicieron nómades. Yo hice mis siete años de escuela, en 11 escuelas diferentes. Eso sí, para reivindicarme de mis botas de goma, de mis camisas enormes donadas por mi tío Giacomo, era un traga empedernido. Pero traga, traga. No recuerdo haber sacado en una prueba o examen menos de 10, que era la nota máxima en la Argentina. Y siempre fuimos a la escuela. Porque una de las peores y más graves manifestaciones de la pobreza es dejar la escuela, vagar o tener que laburar de muy niño. Eso nunca nos pasó.
La pobreza tenía además sus vergüenzas, porque nuestra familia, la de mi madre, la que llegó de Italia ya no era pobre, trabajaba bien, tenían hasta un Topolino y una motoneta, en una época que eran una excepción, vivían en lindos apartamentos y se vestían de maravilla, como tanos. Y nosotros cargábamos con nuestros momentos de pobreza a cuesta y se sentía, era como una culpa.
La pobreza me obligó desde que tengo uso de razón, hace tanto tiempo, a tener una imaginación frondosa, casi boscosa.
Siempre soñé y siempre escribí novelas y cuentos imaginarios antes de dormirme, siempre, sin faltar un solo día logré evadirme de la realidad apenas apagaba la luz. Viví dos vidas, mejor dicho, miles de vidas. Lo sigo haciendo, y mis sueños son tan delirantes, tan distantes de la realidad de ese momento y de todos los momentos, que me han permitido superar los miedos, las soledades, las alegrías, los triunfos y los fracasos. Todo. En algunos casos hasta logré escribir esas novelas y cuentos y publicarlos.
Creo que a esa imaginación arborescente le debo de una parte importante de mi existencia.
Giorgio y yo, tenemos en casi toda nuestra familia, en nuestros amigos y compañeros y en nuestros enemigos y adversarios, la imagen de que siempre fuimos de buen pasar, de buen morfar, de buen vivir, de buen viajar, de buen vestir. A la cara de ellos.
Algunos imbéciles hasta creyeron - porque estoy seguro que lo creyeron o lo siguen creyendo - que yo personalmente trafiqué con diamantes, por el simple hecho de haber estado, militando y trabajando en Angola. Hace poco alguno de esos imbéciles dijeron que había que repudiarme porque era responsable de la explotación de los hermanos africanos. Una de las cosas que no tiene límite es la estupidez humana.
Es cierto, no siempre fui pobre y eso en algunas mentalidades es un enorme pecado, imperdonable.
No les preocupa, ni siquiera consideran que hoy sería, pero mucho, mucho más pudiente, hasta rico para las medidas uruguayas, si no hubiera aportado lo que aporté, y lo tengo certificado, a la lucha política. No solo nunca fui funcionario, ni siquiera cuando estuve clandestino 6 años, de 1973 a 1978, sino que a mí la política me costó mucha plata. Y luego de mucho pensarlo y preguntármelo en diversos idiomas, lo volvería hacer, hasta por el placer de escribir estos renglones, frente a los que se enriquecieron y medraron con la política y se dicen de izquierda. Y lo digo los que se enriquecieron personalmente, la familia o la corona. Pero, sobre todo, porque comparado con lo que tuvieron que pagar otros auténticos luchadores, en sufrimientos, años de cárcel y hasta con sus vidas, la plata fue una paparruchada y si yo estaba dispuesto a todo eso, la plata no es nada, aunque cueste tanto ganarla para la inmensa mayoría de los seres humanos.
Pero mi gran defecto es que lo que tengo no lo oculto, ese es mi gran pecado. ¿Por qué lo voy a ocultar? Si me lo gané a cuero a trabajo e ideas. Además, me da asco la hipocresía.
La mentalidad media del Uruguay de los últimos 50 años me repugna, lo que no te perdonan es que te vaya bien o que te vaya mal, lo demás está permitido.
Nunca fui disfrazado de pobre a un acto del Partido Comunista, ni a ningún lado. Al contrario, no acepto el criterio de que para ser de izquierda hay que ser pobre y sufrido. Hay que ser de izquierda, luchar por un mundo justo, solidario, generoso, prospero, habitable, sostenible, respetuoso de los demás y donde erradiquemos la pobreza. Esto último concepto está atrapado, absolutamente encerrado en un mar de páginas y de rejas teóricas y de "leyes" macroeconómicas, que le sacan ilusión y sueño a la lucha. Le dan racionalidad y le borran sensibilidad. Esa ha sido una de las tragedias de la izquierda.
Lo primero que tendríamos que proponernos es terminar con las lacras de esta sociedad, la pobreza no es solo material, es una forma de acostumbrarse a sucumbir, a someterse, a acostumbrarse a ser pobres e indigentes, hasta llegar a los peores niveles. Tendríamos que erradicar esa resignación, de los de arriba, los del medio y sobre todo de los de abajo y más abajo.
Hoy vivimos en el mundo exactamente al revés, el de la escalera más empinada y angosta para subir y abajo, que los demás se jodan. Y esa escalera está en nuestras cabezas, es allí donde se ha construido, en nuestras ideas. Incluso la izquierda, piensa y actúa, sobre esa base, se ha "modernizado" y se ha vuelto pragmática.
Los medios de producción, las relaciones de producción, las fuerzas productivas, la acumulación capitalista, la crítica a la economía política, la teoría del valor - como ven me sé recitar todo el rosario -, pero en un mundo que revienta de riqueza también explota de miseria y pobreza, y todo tiene su explicación y a esa explicación hemos contribuido también nosotros.
Llenamos el planeta de organismos, de institutos, de instituciones, de siglas, de funcionarios piramidales, de bibliotecas enteras de estudios, análisis, estadísticas, teorías y contra teorías y recontrateorías pero la tendencia a matarnos, a matar a los otros y a convivir ya casi sin asombro y piedad ante tanta miseria, tanta hambre, tanta ignorancia, tanta estupidez humana, sigue inconmovible. Hasta tenemos paradigmas de esa escalerilla angosta y miserable que proclaman que ese es el único camino para el progreso y para vivir sobre la Tierra, con algunos grados más de calor que nos derriten los hielos y el futuro.
Les conté una parte oculta de mi existencia y de estas ideas sin sustento, un poco o totalmente líricas y románticas solo para sacarme las ganas. No es poco, porque todos los días me entero de que alguno de mis viejos compañeros ya no está, es la lira o el infierno que nos acecha y yo tengo este raro privilegio de compartir el camino que todos inexorablemente recorremos, con ustedes, mis lectores. Gracias.