La gran novedad cultural de estos tiempos tecnológicos es la volatilidad de todo. Todo es use y tire, con una vida cada día más efímera y corta.
Los autos, las computadoras, los refrigeradores, la ropa, envejecen violentamente, se los llevan las modas pero también una estricta programación comercial. Imaginen qué sucedería con el sacrosanto mercado si se extendiera la vida útil de cualquiera de esos elementos. A la crisis financiera global se le sumaría una terrible crisis comercial.
¿Cuántas veces hemos cambiado de celular o de computadora en los últimos años? Los que sustituimos hoy nos parecen piezas de museo. Es una carrera permanente por introducir pequeños cambios tecnológicos, en la moda en las tendencias para que el cambio sea absolutamente obligatorio.
No desechar es “retro”, es quedarse atrás con el progreso y con las diversas prestaciones ofrecidas por los fabricantes. El impacto de este recambio perpetuo y compulsivo es múltiple, comercial, económico, en el medio ambiente y en nuestra propia cultura, o al menos en la cultura de esa parte de la humanidad que vive subida en ese surf del recambio. Incluso las reparaciones de muchos de esos aparatos está planificadas para ser más caras que su sustitución.
Durante siglos las civilizaciones hicieron de la trascendencia la razón de sus creaciones, desde sus edificios, sus monumentos, sus acueductos y sus ideas. Hoy todo está regido por lo efímero y por un torrente incontenible de chatarra, de basura de diverso porte.
Toda la cadena industrial está organizada, programada para que sus productos tengan una vida cada día más breve y deban ser recambiados. Proyectemos esto hacia adelante sumemos que cada doce años la población del planeta crece otros mil millones de habitantes y tendremos un cuadro alarmante del agotamiento de los recursos naturales y un desborde de los diferentes desechos.
Es bueno recordar cuál fue el origen conceptual de esa idea, no fue solamente un impulso del mercado y del mercadeo, Bernard London en plena depresión promovió el concepto de reactivar la economía norteamericana a través de la “obsolescencia planificada”. Su idea era que los productos, una vez usados un tiempo, se entregaran a la administración para eliminarlos. El uso más allá de ese período sería penalizado con un impuesto.
En los años 50, Clifford Brooks Stevens, diseñador industrial, definió el concepto. “La obsolescencia planificada consiste en introducir en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario”, declaró en una conferencia sobre la publicidad en Minneapolis en 1954. Brooks no inventó el término, pero lo precisó con claridad. Poco tiempo después, en 1960, el crítico cultural Vance Packard denunció en Los productores de residuos “el sistemático intento del mundo de los negocios de convertirnos en desechos, en individuos agobiados por las deudas y permanentemente descontentos”.
En todos los casos el impacto se da en varias dimensiones. Una es el uso extremo de los recursos naturales, que son agotables. Se espera, se apuesta a la capacidad del ser humano de descubrir siempre materiales substitutos. Se apuesta a lo inagotable.
Lo otro es el impacto cultural. ¿Sólo los objetos son efímeros? No, todo debe sacrificarse en el altar de una post modernidad y alimentar el otro gran mercado, el de la publicidad. Hace casi una década que los gastos de publicidad a nivel global superaron los gastos educativos... No hace falta mucho comentario. Es una filosofía de lo superficial.
Es el culto a los objetos por encima de todo incluso de los sujetos que los utilizan. No soy un cultor de la lucha contra el consumismo, es un proceso complejo sobre todo cuando llega a nuevos sectores que se asoman a la satisfacción de algunas necesidades, gustos y modas. Creo que reclama de parte de las sociedades de algo más que sumarse alegremente a la fiesta. Es imprescindible reflexionar, criticar, evaluar.
Para que una parte del mundo viva en esa ola de lo efímero otra parte subsiste en el túnel de lo permanente: el hambre, la miseria, el infraconsumo. Si todos consumiéramos al mismo nivel, en pocos años el planeta se agotaría.