Las naciones no son el resultado bruto de las necesidades materiales, de la búsqueda de sus alimentos y su espacio, ese impulso básico que le dio fuerza a la organización, a las estructuras elementales del poder, de las creencias y de los liderazgos, inmediatamente se le fueron agregando los sueños.
Cada nación, las diferentes generaciones, incluso nosotros en los distintos momentos de nuestras vidas, edificamos parte de nuestra realidad concreta y sobre todo de nuestro impulso en base a los sueños. No hablo de los delirios, ni apelo a Freud, me refiero a ese conjunto de grandes, medianas y pequeñas aspiraciones que son nuestras zanahorias vitales. Nadie vive solo movido por el picaneo de los hechos y de la cotidianidad, hace falta construirse anaranjadas y apetitosas zanahorias individuales y colectivas.
Corrientes migratorias enormes, que poblaron nuestras naciones provenientes de lejanos países de Europa, de Asia menor y otros forzados desde África, llegaron a hacerse la América, y ese sueño tenía muchas aristas. Era comer decentemente todos los días, tener un trabajo, mandar los hijos a la escuela y hacerlos llegar lo más alto posible en la educación; era poseer una casita propia y paz, sobre todo el enorme y brillante sueño de una tierra de paz. A veces incluso esa aspiración tan básica, estaba teñida de cierta inocencia. La nuestra fue también una tierra purpúrea.
La suma de esos sueños que poblaban las madrugadas, los duermevelas, las conversaciones dominicales en español, en gallego, en italiano, en polaco, en idish, en lituano, en portugués, en griego, en libanés, en armenio, en alemán, francés, alguna de las lenguas suizas, en vasco, en piamontés y en decenas de dialectos e idiomas muy diferentes se cruzaron con los sueños de los criollos, de los afrouruguayos, los mestizos... y construyeron un sueño compartido que le dio identidad a este país. Una identidad móvil, cambiante, impetuosa a veces, cansina otras. Los sueños de los indios, de carne gorda, ganado libre, anchos campos sin alambrados se estrellaron contra los otros sueños y fueron aniquilados. No es por cierto la mejor página de nuestra historia.
Era un tiempo donde la condición social de muchas familias era asumida como un punto de partida, la base sobre la que edificar el mayor sueño: el de m`hijo el dotor, algo que en aquellos tiempos -y en su tierra de origen- no era un sueño posible, era un delirio, y aquí era parte de la fantasía realista.
Y esa es la primera gran distinción entre sueños y delirios. Se puede ser osado, arriesgado, trabajar muy duro en jornadas interminables, ahorrar pesito a pesito y edificar el sueño, incluso en algunos casos superarlo generosamente; pero en lo colectivo, la mayoría de la gente sabe distinguir entre sueño y delirio.
Los uruguayos durante los últimos 60 años nos hemos flagelado los sueños, los hemos castigado con enormes dosis de pesimismo y de racionalidad. Para un emigrante que llegaba de la más absoluta pobreza, alcanzar las metas que se proponía era un enorme gesto de audacia, y socialmente conquistar y construir los que hicimos en un siglo en la educación pública, en las empresas del Estado, en los edificios públicos, nuestros estadios, teatros, en Montevideo y en tantas ciudades, en nuestras leyes de avance social podía parecer imposible, pero lo hicimos. Ladrillo a ladrillo, peso a peso, idea a idea y sueño a sueño.
El problema es que durante cuarenta o cincuenta años nos devaluaron los sueños y nosotros lo aceptamos y nos sumamos a la inmersión. Ahora estamos saliendo, dimos algunos pasos importantes, nos sacamos ese miedo mediocre de que estamos condenados a ser enanos llorones, pero nuevamente comienzan a sentirse los mismos tambores fúnebres para nuestros sueños y por lo tanto para nuestra realidad.
La racionalidad implacable de los ciclos económicos nos convoca al realismo, los vientos que cambian de sextante nos quieren apabullar, no solo en nuestra realidad sino en nuestros sueños.
Hoy nos hemos ganado el derecho a tener sueños que vayan más allá de una mínima seguridad laboral, a sueldos y jubilaciones que progresen, a comprarnos un cachilo, una motito, un techo, algunos electrodomésticos. Nos hemos ganado el derecho a soñar con más colores.
No hay derecho a que nos quieran bloquear el derecho a soñar que nuestros hijos y nuestros nietos tendrán una buena educación, incluso universitaria, que todos tendremos una salud de primera, porque somos un poco hipocondríacos (¿y qué?), a que podremos recorrer nuestro país y otros países, que veremos espectáculos y compartiremos experiencias de gran sensibilidad artística.
En este nuevo momento del mundo, lleno de tensiones, guerras, preguntas y posibilidades, los uruguayos tenemos que elegir nuevamente, no en las urnas, sino en nuestros sueños diarios: ¿vamos a ser audaces, exigentes, empeñosos o nos vamos a replegar y a burocratizar con los burócratas de los sueños? Esos, cuyo mayor sueño es un sello de goma entre las manos y tener algo que ver con el reloj de nuestras vidas.
El Instituto Nacional de Estadísticas no tiene indicadores de sueños, a lo sumo expectativas de los consumidores...Nosotros estamos obligados a imponernos y a imponerle a nuestros gobernantes que deben estar a la altura de los nuevos sueños. Sin adjetivos, como pequeños huecos de humana y esquiva felicidad.
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