Al otro día de la tormenta de viento y granizo que azotó - nunca mejor dicho - Montevideo, Canelones y San José, todos vimos por televisión las imágenes de los destrozos, de los campos cubiertos de fruta destruida y productores, autoridades, periodistas que recorrían aquel desastre.
No recuerdo en cual de los canales entrevistaron a un paisano de Canelones. Atrás se veía el campo castigado, y la cámara recorrió los árboles con sus ramas quebradas, un campo de zapallitos bombardeados por piedras de granizo del tamaño de huevos de gallina, y también un hombre calmo.
El periodista, cumpliendo con su función le preguntaba por las consecuencias de tanto destrozo. Quería, necesitaba declaraciones impactantes. Y el chacarero le hizo declaraciones impactantes, las más impactantes que escuché en todos los informativos: "y. . . nos tendremos que arremangar y empezar de nuevo".
Declaró así, sin anestesia, sin estridencia, como el proceso natural de la vida, de su trabajo, de su apego a ese ciclo inexorable de esfuerzo que pone todo en manos de la naturaleza, de que llueva lo suficiente y no demasiado y en forma inoportuna, que el sol cumpla su función y que ocho minutos de granizo no destruyan el trabajo de todo un año y el sustento de su familia.
Era un chacarero por el color de su piel, por la tranquilidad de sus gestos, por la terquedad de su actitud ante la adversidad. También por el apego a su tierra, por su lucha por el sustento de su familia y por el orgullo de su dura existencia de trabajo.
El chacarero no se quejó, aunque estaba emocionado. Tenía en la mano los frutos lastimados de su producción y estaba rodeado de una alfombra de frutas destruidas y agregó: "no hay lastimados, las casas y los galpones sufrieron pocos daños, habrá que empezar de nuevo".
En un instante noté qué realidades tan distantes vivimos a tan pocos kilómetros de distancia, qué culturas tan diversas se juntan del otro lado de un mostrador de frutas y verduras, de un puesto en la feria, de una estadística sobre la producción granjera.
Tiene que pasar un vendaval salvaje como el que sufrieron la semana pasada las chacras y las empresas vinícolas para que la televisión y los medios nos transmitan esos testimonios, una pincelada de esa realidad y lo incorporemos a nuestra visión del país.
Las nuevas tecnologías progresan todos los días, ahora se habla de acumular información en el ADN, un teléfono celular de última generación tiene más potencia de cálculo que las gigantescas computadoras que mandaron los primeros hombres al espacio, y ya no podemos vivir sin ellos. Pero no hay máquina de ningún tipo y en ningún grado de sofisticación que produzca una pera, jugosa, lustrosa, maravillosa. Ni un zapallito.
La determinación, la constancia, la sabiduría acumulada en las frases de ese paisano que seguramente al otro día se levantó bien temprano y comenzó todo de nuevo tampoco se encuentra en ninguna computadora, en ninguna máquina de ningún tipo. Su gesto no pasará a la historia, pero sin él, no habría historia.
Seguramente los ayudaremos, la sociedad, el Estado, el Gobierno le tenderán la mano para darles un empujón para que el empinado camino sea menos duro. Y está muy bien, tenemos que hacerlo y, tenemos que cuidar ese capital humano, profesional y de pasión por el oficio de comenzar en cierta manera todos los años todo de nuevo.
Sería interesante tener la perspectiva de una cámara que enfocara el mundo desde allí abajo, pegada a la tierra, donde casi nadie la ve y la mira, entre los terrones y las grandes hojas de los zapallitos o las raíces apenas asomando de los frutales y por un solo instante, observar el mundo desde ese ángulo. Nos enriquecería mucho.