Hace 41 años murió asesinado en Bolivia Ernesto Guevara, el “Che”. No quiero y no puedo interpretar las razones por las cuales una persona se transforma en un mito, una imagen, un mensaje que incluso trasciende su propia ideología, su proyecto político, concreto, definido y bien claro y al que le dedicó todo. Incluso su vida.
Su entrega no fue simbólica, sino concreta; es más, en su carta de despedida, en sus acciones posteriores, hay sin duda muchos elementos políticos e ideológicos, pero hay un hilo conductor, rojo, indeleble, imborrable: la conciencia de que su muerte era parte casi inexorable de su proyecto, de su visión y su interpretación de la revolución, no sólo como proyecto histórico concreto, sino como mensaje ético y humano.
No fue crucificado como un Cristo, no entregó su vida para redimir con su mensaje al género humano. Simplemente, luego de la victoria en Cuba, de haber obtenido todos los honores y reconocimientos posibles, de ser un referente mundial y carismático de la revolución y de haber orillado la muerte muchas veces en la gesta de Cuba, eligió comenzar de nuevo, desde lo más abajo y lo más imposible. Y es notorio que sabía cuál era la más alta posibilidad, el destino de su gesta.
Sólo puedo referir mis reflexiones sobre el Che a mi propia vida, a mi propia experiencia. ¿Valió la pena? Cuando murió yo tenía 19 años, el mundo era tan diferente, mi vida y la de una parte fundamental de mi generación eran tan diversas, que resulta casi imposible reconstruir las sensaciones, las pasiones, las tensiones de aquellos años.
Eran tiempos violentos, en los que la violencia formaba parte central de nuestras vidas. ¿Y hoy? La violencia forma parte del mundo que nos rodea de manera menos heroica y más lejos de nuestras fronteras y nuestras vidas, pero vivimos en un mundo donde millones de seres humanos – mucho más que antes y por otras razones – mueren y son muertos todos los días. Lo vemos por televisión en el informativo central y casi nos hemos acostumbrado, observándolo entre la milanesa y la ensalada.
La violencia a la que muchos han querido asociar al Che casi como un estigma, era la que se asumía en primera persona, con el pellejo, sin garantía y por principios y valores, que naturalmente, también incluían el poder. Hoy la violencia está institucionalizada y pasteurizada por los grandes medios de comunicación, en las invasiones, en las fracturas nacionales, en la ferocidad de la disputa de las riquezas y de las miserias. Es la sorda violencia del hambre y las enfermedades. Pero ésa no tiene héroes, e incluso para el poder dominante ni siquiera tiene responsables. Asesinatos masivos sin verdugos visibles.
En una reflexión al correr del cursor es imposible trazar la línea negra que une sin interrupciones esta estela de injusticias, de horrores que siguen atormentando a la mayoría de los habitantes de Africa, a cientos de millones de nuestros compatriotas latinoamericanos. No estamos peor que antes, pero somos mucho más insensibles.
El Che no quedó abajo del muro de Berlín. Es más, es muy probable que en el fondo de su viaje inconcluso uno de sus grandes proyectos era precisamente evitar que los cascotes inevitables de la burocracia usurpando la revolución y los sueños, también terminaran por sepultarlo a él.
Leyendo su diario hace algunos meses, la minuciosidad de ciertos detalles, pero sobre todo el sentido de su mirada me sigue aportando un mensaje central: si la revolución es sólo un mecanismo para redistribuir la propiedad y las riquezas, no vale la pena; a corto o mediano plazo se devorará a sí misma, y regenerará otras voracidades, otras aves de rapiña, aunque cambie la retórica.
Hoy el mundo – aún en medio de la peor crisis del capitalismo – sigue evitando interrogarse sobre las causas profundas de tanta codicia y egoísmo. Y en esto incluyo a la propia izquierda. Hemos llegado al colmo de que aceptamos en una determinada etapa construir un capitalismo en serio y no el modelo parasitario que nos hundió el país, pero ahora también somos capaces de proponer un buen feudalismo con siervos campesinos traídos de otras latitudes de otras pobrezas, mayores que la nuestra. Y casi nadie dice nada. ¿Este es el nivel del debate de la sociedad y de la izquierda uruguaya?
¿Es anacrónico recordar al Che? Mucho ha cambiando en nuestra América, para bien, para mucho mejor, pero precisamente por ello siempre es bueno recordarlo, para que no nos suceda como con los soñadores originales de nuestra patria grande, a los cuales les sepultamos las ideas en monumentos inmóviles e inertes de bronce y silencio.
Una forma de sepultarlo es atraparlo sólo en sus actos, en su fusil M2, en la tozudez de su marcha imposible por el corazón de América, en sus acciones militares y en la mística de sus imágenes.
Se pueden releer nuevamente los textos del Che, y muchos sonarán o parecerán envejecidos, polvorientos en esta nueva época; y algunos están equivocados, puntualmente equivocados en sus apreciaciones tácticas, en la valoración de ciertas circunstancias puntuales. Pero el mensaje de rebeldía, de atreverse a cuestionar el sistema y sus injusticias no es sólo un acto más de valentía, sino un gran aporte a la reflexión sobre el destino de las mujeres y los hombres sobre este planeta.
Además de leer sus textos se pueden mirar las imágenes tan dolorosas de los ojos, del rostro del Che asesinado. Observarlo sin prejuicios, sin fanatismos, con serenidad, con un mínimo de humanidad es fácil, casi inevitable, observar que ni siquiera la muerte anunciada le turbó la mirada; él siguió aferrándose con todas sus fuerzas a ese sueño de mujeres y hombres capaces de entregarlo todo por sus semejantes y por sus ideales. ¿Es demasiado idealismo? Que sería de este planeta sin seres humanos que aportaron esa cuota de idealismo.
No sus semejantes perfectos, nuevos, inmaculados, sino por nosotros, por ellos, por los que sufren y esperan, por los que tienen derechos y defectos, por los generosos y los otros. 41 años después de su muerte, un asmático médico de Rosario me sigue emocionando, por lo que representó para buena parte de mi generación, pero mucho más por lo que debería representar para un mundo tan feroz, tan egoísta, tan despiadado consigo mismo.
Cuanto peor sería este mundo sin el Che Guevara.