La muerte de una joven que asistía desde su balcón a la balacera en la que fue emboscado un grupo de hinchas de Welcome (dos de ellos sufrieron heridas de bala) puso de nuevo en el tapete esa mezcla de cinismo e irresponsabilidad con que la sociedad uruguaya encara el drama de la violencia. Las circunstancias en las que se produjo el homicidio sólo subrayaron la tragedia con una dosis de inocencia y gratuidad.

Ya no alcanza con dejar de concurrir a los espectáculos para evitarse un mal momento. De ahora en más habrá que mudarse lejos de los estadios y evitar la circulación por los barrios que los alberguen o dejar nuestros bienes a merced de los malandras.

Lo que conocemos como “violencia en el deporte” es más que la manifestación de un trastorno social. Es la expresión de un estado de cosas que nos lleva, por ejemplo, a tener instituciones que financian o toleran organizaciones delictivas disfrazadas de hinchada. Sus autoridades prefieren mantenerlos en la periferia a perseguirlos, porque en el deporte los resultados mandan, hay partidos y “partidos” y algunos puntos valen más que otros.

Esta barbarie puede tener coautores y cómplices que no apretaron el gatillo. El artículo 61 del Código Penal considera coautores de un delito a quienes “cooperan a la realización, sea en la faz preparatoria, sea en la faz ejecutiva, por un acto sin el cual el delito no se hubiera podido cometer”, y el artículo 62, define como cómplices a los que “cooperan moral o materialmente al delito por hechos anteriores o simultáneos a la ejecución, pero extraños y previos a la consumación”.

Para que una joven termine asesinada en su casa, a trescientos metros de la cancha de Cordón y en una balacera contra un grupo de visitantes derrotados, tienen que ocurrir varias cosas. La primera es que las autoridades simulen hacer algo contra violencia pero que, en el fondo, miren para el costado. Por un lado se designan comisiones y por otro se tolera que se apele a pesados (con pistola e incluso con taladro), que se venda droga en las tribunas, que se habiliten escenarios por afinidad política, que un juez deje seguir un partido en el que el golero visitante era agredido a botellazos, que la Policía salga del Centenario custodiada por un grupo de "barras" o que se designen canchas ubicadas en lugares donde ningún dirigente ni comisario dejaría solos a sus hijos.

La segunda es que los homicidas se sientan impunes, tanto como para arremeter a tiros a sólo cincuenta metros del cuartel de la Guardia Metropolitana. No estamos ante el accionar de los “inadaptados de siempre” sino de gente que se sabe protegida. Lo tercero, y quizás lo más grave, es que algunos de los organizadores del espectáculo deslinden responsabilidad sobre los hechos.

Pero también está la mirada que tenemos de nosotros. En cuestión de horas, una joven fue agredida a la salida de un boliche en un atentado racista y un muchacho en Paysandú estuvo cerca de desatar una masacre como la de Connecticut. Muchos compatriotas quieren seguir creyendo que está es la sociedad más pacífica del continente. Además de embrutecernos y anestesiarnos, la violencia nos está volviendo cada día más imbéciles.