Cierto es que todos los rankings o estudios comparados que intentan medir la democracia en los diferentes países del mundo nos dejan muy bien parados. En casi todos estos estudios somos el país que se ubica en primer lugar en América Latina y formamos parte del conjunto de países del mundo que integran la calificación de democracias más consolidadas.
Esta circunstancia debe ser motivo de orgullo. De hecho, tenemos un sistema democrático con elecciones libres y justas, partidos políticos fuertes, libertad de expresión, pluralismo y tolerancia, efectiva separación de poderes y reglas de juego definidas con garantías para los ciudadanos.
Ahora bien, esto es resultado de un largo y continuo proceso de acumulación que es patrimonio de todos los uruguayos y del conjunto del sistema político. Pero todos sabemos que su continuidad y fortaleza es consecuencia de un cuidado que debemos mantener todos los días. La democracia no se conquista de una vez y para siempre, sino que debe ser cultivada y alimentada todo el tiempo. De hecho, celebramos treinta años de democracia porque los once años anteriores sufrimos una horrenda y trágica dictadura que barrió con todos nuestros orgullosos estándares de democracia.
Justamente por eso, conviene pasar revista de aquellos asuntos que, a nuestro juicio, evidencian debilidades o vulnerabilidades para nuestro sistema democrático.
En primer lugar, tenemos un sistema muy débil de contralor de la gestión pública. Nuestro Tribunal de Cuentas cumple con su función de contralor, pero sus fallos y observaciones no se acatan y no tiene facultades para hacerse obedecer; la Junta Anticorrupción tiene como principal tarea el archivo de las declaraciones juradas de los funcionarios públicos, pero carece de potestades para investigar o tomar iniciativa ante situaciones de sospecha sobre la transparencia y rectitud de los jerarcas públicos.
En segundo lugar, los partidos políticos están sometidos a una regulación sobre su financiamiento que es extremadamente débil. De hecho las cuentas y balances de los partidos políticos están sometidos a un control de la Corte Electoral que, todos sabemos, no puede cumplir con los actuales recursos y sus equipos técnicos. De modo que el control sobre el financiamiento partidario es muy débil y poco serio. Por otra parte, sería muy bueno incluir normas que den garantías en el acceso a la publicidad mediática.
En tercer lugar, por la vía de los hechos se ha incrementado el poder de la Presidencia de la República, organismo que de acuerdo a nuestro derecho es de competencia cerrada y que no debería incorporar funciones que no estén expresamente incluidas en la Constitución de la República, sin embargo desde hace unos cuantos años, cada gobierno aumenta los cometidos de Presidencia, lo que implica sustraerlos del control parlamentario. Si a esto le agregamos la notoria inferioridad de recursos técnicos del Parlamento para controlar al Poder Ejecutivo, se puede indicar una gran debilidad en el equilibrio de poderes. El Poder Ejecutivo y las empresas públicas cuentan con una alarmante superioridad de recursos técnicos que afectan la capacidad de control desde el Parlamento.
Pero además, la escasa respuesta de los diferentes ámbitos de la Administración frente a los pedidos de informes de los legisladores y los límites en la capacidad de investigación del Parlamento son otros dos aspectos que ameritan la necesidad de modificar las reglas existentes en el sentido de fortalecer al Parlamento para que controle efectivamente al Poder Ejecutivo.
Por otra parte, la creciente proliferación de personas públicas de derecho privado y de sociedades anónimas creadas por las empresas públicas como empresas asociadas que usan fondos públicos pero con las libertades del derecho privado, son una fuga del control del derecho público que afecta gravemente las garantías del debido contralor.
La magnitud de los recursos públicos que manejan estas instituciones aumenta la gravedad de las faltas de control. Resulta indispensable aprobar un conjunto de normas que limiten las potestades de las empresas públicas para crear sociedades paralelas y que las que existan se sometan a los controles generales del derecho público.
La recientemente aprobada Ley de Medios también implica una afectación del funcionamiento democrático en la medida que sus enunciados establecen una excesiva reglamentación del funcionamiento de los medios de comunicación que han ameritado la presentación de numerosas acciones de inconstitucionalidad que están a estudio de la Suprema Corte de Justicia. No es buena cosa que en un sistema democrático existan tales desacuerdos sobre la reglamentación de los medios de comunicación.
Finalmente, la crisis ya muy prolongada de la educación de nuestro país y la ausencia insólita de una propuesta de reforma profunda, junto a la crisis de la integración social que afecta la cohesión de nuestra sociedad son otras dos alarmas que suenan con respecto a la fortaleza de nuestra democracia.
En síntesis, celebramos la democracia que tenemos y disfrutamos, pero no podemos hacernos los tontos sobre las importantes y significativas asignaturas pendientes y vulnerabilidades que nuestro país presenta de manera muy evidente. Trabajar sobre estos asuntos debería ser una prioridad impostergable si queremos defender y fortalecer nuestra realidad democrática.
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