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Paula Barquet

Escribe Paula Barquet

Delgado, Lacalle, y la tentación de los políticos de controlarnos

¿Qué tan buena estrategia puede ser infundir algo cercano al miedo en nosotros, que incidimos en la agenda y jerarquizamos las noticias?

12.09.2022 15:01

Lectura: 6'

2022-09-12T15:01:00-03:00
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Por Paula Barquet

En el verano de 2014, Luis Lacalle Pou, entonces precandidato presidencial, reunía un modesto 6% de intención de voto dentro del Partido Nacional. En aquel momento yo trabajaba en El Observador y me habían asignado la cobertura del postulante que no iba a ganar la interna, cosa de que después de junio yo volviera a mis menesteres (temas de salud, sobre todo) y el periodista que cubría Partido Nacional siguiera con el candidato ganador. Lacalle, que enseguida interpretó el mensaje, nos dijo a mí y a mi jefe del momento: “Si gano, quiero que siga ella”.

No era solo por orgullo: Lacalle también pensaba —sabía— que iba a construir una relación de confianza con quien le siguiera sus pasos. Esto es clave para el periodista que procura un buen manejo de información y acceso a personas y situaciones, y claramente los políticos también pueden beneficiarse, porque se supone que ellos quieren que la información que se difunda sea la correcta, la verdadera. Sin embargo, la cercanía puede activar en el político otra búsqueda: la tentación de controlar lo que se publica. Ese “beneficio”, ya veremos, a la larga no es más que un boomerang que se vuelve en contra.

Mis primeras notas sobre su campaña fueron inocuas y, para él, estaban bien. Pero en la medida que él fue creciendo en apoyo y yo fui ganando cancha y fuentes, empezaron a salir las que no le gustaban. Y comenzaron las llamadas, los mensajes. A veces yo había cometido algún error, pero me animo a decir que la mayoría de las veces él quería expresar su molestia porque, sencillamente, no le gustaba lo que había salido. Sin embargo, nunca me preguntó si alguien me mandaba. Nunca me dijo que lo provocaba con mis preguntas o mis notas. Más bien eran intercambios en los que ambos argumentábamos a favor de nuestras posiciones. Él me marcaba sus puntos, yo defendía mi trabajo, y por ahí quedaba.

Una vez asistí a un evento organizado por varias mujeres blancas, titulado “Mujeres por la positiva”. A la crónica, en la que relaté los detalles de la frivolidad que había dominado el evento de pretensiones feministas, la titulé: “Las mujeres de Lacalle Pou”. Me pegaron por todos lados, pero el protagonista solo me llamó para decirme que me quería aclarar algo: “Esas no son mis mujeres”. Cinco años después eligió a algunas para puestos importantes, pero ese es otro tema. Lacalle sabía que yo había hecho mi trabajo, y que no podía —no debía— castigarme por ello. Otra vez se enojó y mucho porque escribí que su madre lo aconsejaba. Era lo que me habían dicho mis fuentes. Después de esa publicación me dejó en el freezer unas semanas, pero no me dijo que me habían mandado ni me acusó de provocarlo.

Lacalle también me llamó una vez para decirme que le había “encantado” una nota sobre su campaña luego de su triunfo frente a Jorge Larrañaga. Cualquier periodista sabe que ese nunca será un elogio a nuestro trabajo, por más bienintencionado que sea el comentario.

Lo cierto es que aquella experiencia de seguir los pasos de Lacalle en su primera campaña me hizo testigo privilegiada de cómo un político había aprendido los límites del vínculo con un periodista, por más confianza que se hubiera construido. También yo aprendí sobre cómo llevar profesionalmente esos vínculos, lo cual es sin dudas desafiante.

Tiempo después, siendo yo editora de política en El País, decidí publicar algo que a él (ya presidente) lo dejaba muy mal parado, y lo pude hacer sin pases de factura. Aunque muy molesto con la situación de que se hubiera grabado algo de lo que él no era consciente, no me trasladó culpas ni osó desmentirnos. No quiso controlarnos. Y la tentación de hacerlo, seguramente, la tuvo.

Esto, en un contexto de crecientes ataques a los medios y pérdida de confianza en el trabajo que hacemos, es muy importante.

Destacar el buen accionar del presidente en la hora de las críticas a uno de sus hombres puede sonar “raro”. A su vez, no descarto que Lacalle haya cometido algún error de este tipo en otras ocasiones, o que lo vaya a hacer eventualmente. Pero lo que relato pone en contexto y contrasta lo que debería ser lo común con lo que no debería ocurrir nunca. Lamentablemente, lo que Álvaro Delgado hizo en un día malo, como dijo él, al tratar de amedrentar a una periodista joven y mujer por hacerle las preguntas necesarias, no es infrecuente fuera de cámaras. No voy a hacer aquí caza de brujas, pero en el ambiente periodístico todos o casi todos sabemos quiénes son los que “llaman” y ejercen las famosas “presiones” (la mayoría de las veces, directamente con los jefes), mediante distintos métodos según el medio del que se trate y el color político con el que se lo asocie.

Es un boomerang, incluso cuando no haya una cámara prendida que lo capte. Porque detrás de episodios como estos subyace la tentación de los expuestos a sentir que tienen las riendas de este complejo vínculo político-periodista. Y tal vez lo que termine decantando sea cierta inseguridad o incapacidad de convencer con argumentos.

Lo que sucedió está mal, no hay ni que decirlo. Pero, además, es poco estratégico. Esta vez quedó grabado, pero ¿si no? ¿Qué efecto creen que se acumula con comentarios como ese entre los periodistas, que nos conocemos todos? ¿Qué tan buena táctica puede ser infundir algo cercano al miedo en nosotros, que incidimos en la agenda y jerarquizamos las noticias? Si los periodistas sienten esa presión, ¿se amilanarán o reaccionarán en el sentido contrario?

Por último, la reiteración de estos incidentes puede ser nociva también para quienes se proponen afianzar apoyos políticos. Algunos, los de siempre, salieron a defender lo indefendible. Pero un buen candidato debería aprender, entre otras tantas cosas, a mantener a raya esa inconducente tentación de controlarnos.

Por Paula Barquet


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