La patria vivía en medio de una salvaje decadencia. La patria toda.
Eran tiempos turbulentos.
Las acciones violentas eran parte constitutiva del paisaje cotidiano. La muerte no solo rondaba a quienes presuntamente protagonizaban los enfrentamientos armados, sino que se cobraba también las vidas de quienes poco o nada tenían que ver, ni querían tener que ver, con las cananas en la cintura, con los uniformes verde oliva, con las chanchitas, ni con los malditos gatillos, cada vez más fáciles por aquel entonces, de quienes no terminaban de convencerse que la razón y la puntería no necesariamente están en el mismo bando. Y las más de estas muertes no eran accidentes. Algunas eran meros "efectos colaterales".
Había medidas prontas que solo le daban seguridad a quien borda y barre. A quien borda decretos con hilos represivos y mientras tanto barre las protestas de la calle, como ha dicho Tinta Brava.
Había allanamientos. Había escándalos públicos y había cárceles privadas que usurpaban denominaciones que le quedaban enormes. Había multicolores acusaciones de traición. Y algún que otro traidor. Había gente que se atribuía representatividades de las que no era digna. Habían comido de la mano con los comunicados 4 y 7. Había caciques que confundían ser orientales con vivir en el Far West. Había artistas, intelectuales y cosas parecidas, dando manija. Había jupos.
Había un contexto internacional. Había guerra fría y sangre caliente. Había intromisiones improcedentes. Había civiles velazquistas y militares a las risas. Había miles de quilómetros entre Montevideo y Lima. Había dicho el Che Guevara que había cosas que no había que hacer en el Uruguay. Había peores sordos que los que no quieren oír. Había cantegriles. Había responsables.
Y en medio del crepúsculo, más allá de la mirada inocente con la que los orientales contempláramos los sucesos, más allá de que en el imaginario colectivo había un apuesta íntima, en cada uno de nosotros, en el fondo de nuestra alma, a que en este país nadie podría finalmente animarse a atentar y menos aun derrocar nuestra formalidad institucional tan bastardeada, más allá de la incredulidad con la que amanecimos aquel 27 de junio, hace 40 años, ante el atropello perpetrado por las bestias desbocadas, más allá de todo esto, la verdad, es que hacía ya buen rato que los orientales, mayoritariamente, inmersos en el clima de violencia cotidiana al que nos veníamos acostumbrando, en bastantes circunstancias sintiéndonos obligados a tomar partido por la apuesta marquetinera de aquellos -unos y otros- que sintiéndose depositarios de la verdad absoluta o del mandato de la historia, apelaron al pensamiento mágico y asumieron derroteros sangrientos con la promesa fácil de resoluciones instantáneas. Unos y otros, mesiánicos todos ellos, atacando desde varios frentes nuestra maltratada democracia, tironeando de aquella res que al final callera de un marronazo en plena frente, en plena estupidez sentimental (como cantara Alfredo) extrapolando resoluciones inventadas, o importadas de textos de divulgación confeccionados para encandilar a incautos, particularmente a los más jóvenes
Ante tanta decadencia cívica, la verdad es que hacía ya buen rato, que eran unos cuantos los orientales, que estaban faltando a la cita.
Mientras para algunos, el dilema real de nuestro país era oligarquía o pueblo, y consideraban un paso adelante los comunicados amargos de los militares insurrectos, Amílcar Vasconcellos había advertido con preclara mirada: "el dilema para nosotros es muy claro: o defendemos las instituciones contra quien sea: subversión venga de donde venga y cualquiera sea el pretexto que adopte y el nombre o condición del subversor, o dejamos los gobernantes electos por el pueblo, de cumplir nuestra obligación y entregamos el país al caos, a la dictadura, que siempre lleva consigo todas las corrupciones, todas las arbitrariedades".
Wilson -poco tiempo antes- hacía un mea culpa que lo enaltece: "Nos equivocamos. Les dimos facultades que no usaron para aquello que pidieron. Quizás en alguna oportunidad hayamos olvidado que para imponer la libertad, el arma más poderosa que el hombre ha inventado es la libertad"
El contralmirante Juan José Zorrilla representó apenas un parpadeo luminoso en medio del tropel de sombras.
Don Carlos Quijano había escrito: "Uruguay es un país engañado y descreído: pero enviciado con el engaño. Necesita de él, porque se ha acostumbrado a temerle a la verdad y porque intuye, que la verdad es muy dura"
Y agregaba "Se encuentran, entre esos dubitativos, los que creen que el poder militar puede hacer o impulsar la revolución que el país necesita. El fin, se consuelan, justifica los medios"
Guillermo Chifflet, por su parte, advertía por aquel entonces, que la revolución auténtica no puede estar jamás al margen de la democracia.
Y el Coronel Pedro Aguerre, ya preso, pronosticaba certeramente en relación a los pronunciamientos de febrero de los sediciosos con uniforme: "Esto es un Golpe de Estado. De a poco van a ir cerrando la prensa contraria, la prensa neutral y después toda la prensa, las organizaciones contrarias, los estudiantes y todas las organizaciones. Al final se va a hacer solo lo que digan ellos. Esto es un Golpe de Estado."
Y fue un Golpe de Estado nomás. Y se terminó la libertad de prensa nomás. Y se terminaron las otras libertades. Las de la democracia formal y burguesa que muchos despreciaban. Y persiguieron a las organizaciones políticas y sociales.
Aquella noche trágica, Wilson, en un memorable discurso, arrojó su declaración de guerra al rostro de los autores del atentado.
El 27 de junio de 1973, las Fuerzas Armadas establecían que "quedan prohibidas todas las manifestaciones como así las críticas ya sean de orden personal, gremial o por medio de la prensa".
Hubo intentos heroicos de resistencia. Desde el acto de coraje del Capitán de Navío Oscar Lebel hasta la huelga general de los trabajadores y de los estudiantes que, luego de tantos errores compartidos, y de tantas negociaciones absurdas y faltas de brújula, ayudaban al menos, a salvar la honra.
Y luego, la calle fue quedando desierta. Todo fue recubierto con un manto de silencio ensordecedor, que podía oírse en cada rincón, detrás de cada árbol, en cada esquina aparentemente vacía. Solo aquella marchita detestable llamada 25 de agosto, que aprendimos a odiar y a temer, porque sus ecos siempre venían acompañados de expresiones que nos colocaban al borde de la emesis. Solo aquella marchita detestable, como telón de fondo de la barbarie.
Las luces se fueron apagando una a una. Y aprendimos que también para Juan María Bordaberry, la democracia era la pluriporquería.
No podíamos entender como nos habían robado la presencia, el canto, cada bullicio, las flores, los partidos políticos, cada grito rebelde, los gremios, cada garganta estallando en el asfalto, cada debate en el parlamento, cada elección, cada encuentro en la fábrica o en el liceo, cada centímetro, cada baldosa. Todo lo que siempre había estado allí, y creíamos que era nuestro aunque hubiéramos manifestado cierto desapego. No podíamos entenderlo, pero debíamos. Porque de alguna manera, éramos corresponsables. No lo habíamos sabido cuidar.
Los orientales, mayoritariamente, por acción o por omisión, habíamos contribuido a construir el relato de la decadencia. Y no conformes, lo seguimos transformando en una epopeya, con figuras de héroes. No debimos habernos sorprendido.
Desde ese entonces, la calle, cada vez más se ha ido poblando, tras la niebla de aquel día inacabable. Y que todos esperamos que sea el último día inacabable de nuestra historia. Cada vez más, desde entonces, se fueron disipando las sombras y volvimos a reconocer la alegría en los rostros de nuestra gente. Y se empezaron a llenar nuestras mañanas de bandoneones tristes y alegres, de mates amargos y dulces, y de esperanza, que nunca debieron robarnos. La esperanza de que no haya sido en vano.
La esperanza de que seamos dignos hacedores de la reconstrucción permanente de la democracia. Podremos gritar una y mil veces ¡nunca más! Nunca más dictadura. Nunca más uruguayo contra uruguayo. Nunca más terrorismo de estado... o del que sea. Pero se necesita un cambio cultural. Un cambio en la cabeza. Particularmente en el sistema político. Que advierta que necesitamos del aporte del otro. Mientras el otro sea un obstáculo o un estorbo, no habremos aprendido nada.
Cualquier consigna será en vano si no somos protagonistas dignos de esta construcción colectiva que es la patria. Asumiendo sin ambages que la democracia parlamentaria y el arcoíris de los partidos políticos son la mejor manera que hemos inventado de representar a todo el espectro de opiniones del colectivo social, incluyendo -con iguales derechos- a aquellas personas que no se sienten impelidas a meterse en cuanta reunión o asamblea le salga al cruce, ni se sienten convocados por las redes sociales, pero que igualmente trasmiten un mandato y una opinión cuando eligen a sus representantes. Y asumiendo nuestras diferencias, tan necesarias. Que la democracia parlamentaria y el arcoíris político son la mejor manera que hemos inventado para evitar que la gente tenga que elegir entre opciones de hierro, encorsetada entre blanco y negro y con connotaciones morales. La mejor manera de construir los matices.
Cualquier consigna será en vano si continuamos anhelando la victoria final en lugar de apostar a construir, paso a paso, la épica de lo posible. Aprendiendo a detectar los nuevos signos de la heroicidad: la capacidad de dialogar, de encontrarnos, de negociar, de construir acuerdos, sin nunca más dejarnos seducir por los censores éticos que todavía pululan, por los aspirantes a profetas, políticos frustrados disfrazados de intelectuales, que nos hablan desde el atalaya de la arrogancia moral y hacen un discurso facilongo que solo sirve para imprimir posters a demanda o adornar las comunicaciones en las redes sociales.
Si somos dignos hacedores de la reconstrucción permanente de la patria, tal vez podamos ser dignos herederos de la voz y de la presencia intangible de aquellos que hoy y siempre nos harán falta. Para que Wilson nos siga deslumbrando con su presencia majestuosa. Para que Amílcar nos inunde con un shock de dignidad. Para que Juan Pablo siga cabalgando como un ucrónico caballero de este siglo. Para que Zelmar agite nervioso su melena como un sol. Para que otra vez podamos sentir que el Toba preside la Cámara. Para que Maneco le ponga más y más poesía a esta historia. Para que Quijano nos recuerde que navegar es necesario. O para que Seregni, desde la inmortalidad, nos repita y nos convoque, por enésima vez, a ser pacíficos y pacificadores, y a ser consecuentes con nuestros compromisos.