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Daniel Radío
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Médico de profesión, fue uno de los fundadores del Partido Independiente y es miembro de la Mesa Ejecutiva Nacional. Actualmente es diputado por Canelones. |
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13.12.2011 09:19
Las cenizas volcánicas de Artigas
Los restos del padre de la patria fueron recibidos en el Palacio Legislativo y su recibimiento en la sede de este poder del estado motivó, de parte de los legisladores, evocaciones a la figura del prócer, de profundo contenido patriótico. Evocaciones de aquellas que, más de una vez, hemos escuchado pronunciar en encendidos discursos, en distintas oportunidades, en los más diversos ámbitos.
Es que, la construcción histórica que hemos hecho de la figura del Gral. José Artigas, une. Genera sentimientos de identificación nacional. Y son estos sentimientos y los aprendizajes que todos nosotros hemos hecho desde pibes, junto con nuestros padres, junto con nuestros maestros, en los múltiples textos, poesías, canciones, películas, actos y homenajes, a lo largo de toda nuestra vida, en un contexto geográfico propio, particular, específico y con un nomenclátor que nos hace reencontrar a Artigas a cada paso, tropezar con él en cada esquina, es a partir de allí, que a todos nosotros nos parece que, de alguna manera conocemos a Artigas, y nos parece reconocer en Artigas una figura familiar y un rostro amigo.
Pero periódicamente revisamos esta representación. Y ante cada oportunidad en la que reelaboramos su imagen y nuestro discurso, nunca dejamos de afirmar que, esta vez sí, por fin hemos alcanzado la esencia del verdadero Artigas. Esta vez sí, el que nos representamos, es el Artigas de verdad, el Artigas con rostro humano. Esta vez sí abandonamos el bronce y logramos desentrañar la esencia misma del Artigas de carne y hueso. Cada vez que redibujamos, decimos lo mismo.
Y yo me animaría a afirmar, que en todas esas oportunidades nos equivocamos. Una y otra vez nos equivocamos. Y ni siquiera tenemos la suficiente inteligencia para darnos cuenta. O la suficiente humildad para reconocerlo.
Casi me animaría a decir que quienes pretendemos ser herederos del legado del prócer, hemos llegado a tal nivel de soberbia que nos hemos propuesto la tarea de construir un Artigas a nuestra imagen y semejanza. A tal nivel de inmodestia, que cada uno de nosotros cree tener el Artigas que se merece. Y por las dudas, por si acaso, para refrendarlo, también cada uno de nosotros escoge la cita de Artigas que mejor le cuadra.
Tal vez haya llegado el tiempo de asumir, que más allá de la necesidad de seguir investigando y documentando cada una de nuestras afirmaciones respecto a la vida de nuestro máximo héroe nacional, más allá de indagar y de periódicamente reinterpretar, a la luz de los nuevos aportes de las ciencias sociales, la significación del derrotero que señala la gesta artiguista, ya no habrá sagacidad suficiente que nos permita descubrir qué es lo que se esconde detrás de los velos con los que nos hemos encargado históricamente de ir vistiendo la imagen de don José Artigas.
Ya lo hemos disfrazado de liberal y de socialista. Ya lo hemos recargado de autoridad hasta el autoritarismo. Ya lo hemos acusado de matrero y hemos tejido leyendas negras. Ya le hemos dado los máximos galones militares, y ya alguna vez, lo hemos condenado al silencio, al olvido y al exilio. Ya lo hemos congelado en mármoles y en bronces y ya nos hemos encargado de ocultarlo entre las páginas de los libros de texto.
Artigas representa hoy, y en adelante cada vez más, por supuesto muchas certezas, pero al mismo tiempo y sobretodo muchísimas incertidumbres. Artigas sigue siendo hoy, y lo será mucho más en adelante, cada vez más un compromiso, pero al mismo tiempo y sobretodo, un desafío. O tal vez, varios.
Asumir el desafío de continuar su derrotero. O de revertir su derrota (la Redota, como le ha llamado el paisanaje) pasa por asumir compromisos compartidos. Porque compartido fue el camino que él transitara.
Y para esto, el primer paso habrá de ser, dejar de lado nuestra soberbia o nuestras pretensiones de protagonismos exclusivos o excluyentes. Delirios de grandeza tan propios de los tiempos que corren. Delirios de grandeza tan propios del vértigo que produce esta cultura de la instantaneidad. Y tan impropios del prócer. No hay trascendencia posible para los exclusivismos (y ya nuestra historia registra varios gobiernos con pretensiones exclusivistas). No hay proyección de futuro que valga, para los que presumen ser portadores monopólicos de la ideología correcta o de la verdad absoluta. La vida de los colectivos humanos, porfiadamente, se escapa, se escurre por todos los costados de los augurios escleróticos de quienes se pretenden a sí mismos, como depositarios de la verdad histórica. La historia ya se ha pronunciado al respecto.
Y proyectar hacia el futuro el rumbo de Artigas seguramente implicará transitar un camino revolucionario. ¿En la acción? Contundentemente sí. Por supuesto. Pero sobretodo en el pensamiento. No hay mayor demanda de coraje que la que se necesita para tener un pensamiento abierto a la duda, a la incertidumbre. Alejado de los anquilosamientos que genera el exceso de confianza en la propia razón. Y paralelamente, no hay cobardía intelectual que se compare a esconderse en el refugio de sentirse propietario monopólico de las certezas.
Pero además de un camino compartido, además de un pensamiento intrínsecamente revolucionario, revertir la derrota, hacer nuestro el camino de Artigas, implica hacer nuestra su opción por los postergados de nuestra sociedad. El padre de la patria, el primero de todos nosotros, el que señaló un rumbo que, desafortunadamente, muchas veces los orientales no hemos sabido transitar, se hizo eco en vida de la permanente prédica integradora de los jesuitas, e imbuido del pensamiento y la utopía franciscana, como nos lo recuerda el profesor Mario Cayota, hizo también su opción preferencial por los más pobres. Aquella opción que indeleblemente proclama el Artículo 6 del Reglamento de Tierras de 1815, y que estuviera siempre presente, en cada momento, en el espíritu mismo del Campamento de Purificación, capital de la Liga Federal: "que los más infelices sean los más privilegiados".
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