Estamos ante un problema. O más de uno.
La sociedad contemporánea, de alguna manera más o menos clara, más o menos compleja, se ha venido transformando progresivamente, con un fuerte auge en las últimas décadas, en un ámbito generador de vínculos tóxicos.
Probablemente esto se relacione con el surgimiento y el creciente desarrollo de una cultura que exacerba lo fugaz de la existencia y promueve el consumo desmesurado.
Parafraseando a Antonio Machado, si hoy es siempre, todavía no me alcanza.
Corremos aunque no queramos en un tiempo cada vez más frágil.
John Lennon es petróleo. El rock and roll ya era. Podríamos exhibir el esqueleto de Jimmy Hendrix en un museo de historia natural.
Lo posmoderno se va quedando permanentemente antiguo. Y todos estaremos meciendo nuestros recuerdos dentro de algunos minutos.
Hay un perenne e incandescente agotamiento y una extinción perpetua e instantánea de cualquier cosa que hubiéramos creído valiosa y duradera.
Además hay desamor. Y para peor todo es descartable.
Entonces consumimos. Nos consumimos el planeta. Nos consumimos.
No se. Quizás.
Pero en todo caso, la pasta base no es el diablo. Los testimonios de experiencias de exorcismos datan de bastante tiempo atrás del conocimiento del sulfato de cocaína y no necesariamente refieren a pacientes consumidores de sustancias. Ni de pasta base ni de otras.
Así es que este advenimiento, el de una nueva droga con un mayor potencial adictivo, por más que nos provoque remembranzas y nos posibilite reeditar viejos rituales exorcizantes, no nos conduce (por lo menos no como consecuencia obligada, o sea, no lo hace inevitablemente) al definitivo encuentro, que eventualmente sería esclarecedor de las causas de la maldad humana, con Mefistófeles o alguno de sus análogos demoníacos.
Lamento decepcionar a quienes han orientado sus pasos en este espinoso camino. Desde mi perspectiva, seguimos sin encontrar un verdadero perchero universal para las culpas. Es más, creo que no existe un responsable único. Tampoco lo es la pasta base. La pasta base es veneno. Nada menos. Pero tampoco nada más.
Este es un dato no poco importante a la hora de pensar soluciones.
Sería más fácil si pudiéramos focalizar todas las responsabilidades sobre un elemento único. Algo diabólico. Algo externo. Que nos viene de afuera. De lo que fuéramos completamente inocentes como comunidad.
Algo que en medio de la profundidad de las sombras de la noche nos toma por sorpresa.
Pero, humildemente, considero que no es así. Lo que ocurre en realidad es que, la pasta base de cocaína encontró su nicho de mercado, para decirlo en términos marketineros.
Había un espacio. Un complejo hueco paradójicamente repleto de disfunciones sociales. Y ¡zaz! Apareció quién lo ocupara.
Y vaya si lo viene haciendo con eficiencia. Vaya si allí hay trabajo en red.
Alcanza con cerrar una boca de venta, para ver cuántas florecen.
Y cómo se establece todo un circuito comercial en torno a la venta de la sustancia y, consecuentemente, de los objetos robados para adquirirla. Y muchos, en la comunidad, participan activamente del mercado. Si no lo compro yo,... alguien lo va a comprar.
Es que, donde el Estado no entra adecuadamente, el mercado funciona fluidamente.
Y cuando las políticas sociales son rengas, esto es, tienen una pata asistencial muy fuerte pero carecen de una dimensión promocional acorde, la intervención estatal es inadecuada. Como decimos los médicos, es iatrogénica. Hasta, tal vez, participa en la financiación del mercado.
En ocasiones da pena escuchar declaraciones autocomplacientes y autopromocionales, de las desgraciadas intervenciones que, entre otras cosas, por lo menos algunas veces, se olvidaron de que la gente es gente.
Y este es un elemento central a la hora de pensar alternativas. La gente es gente. Personas. El hombre (y la mujer) y sus circunstancias, diría don José Ortega y Gasset.
Y no hay sastrería en el sistema sanitario capaz de confeccionar una terapéutica común. De validez universal. Ni caminando, ni esposado a la cama de un nosocomio.
Los problemas complejos requieren soluciones complejas.
El abordaje ha de ser, obligatoriamente, socio-sanitario. Interdisciplinario. Intersectorial.
Procurando la articulación y la coordinación de múltiples actores.
Pero para que la articulación funcione, las diversas instancias a ser coordinadas deben funcionar adecuadamente. Si no, coordinamos chatarra.
Si cuando requiero y demando atención debo concurrir en un horario restringido, a dónde me darán hora para el mes que viene, y dónde finalmente no me atenderán porque no traje el pase... sonamos (diría Mafalda). Accesibilidad organizacional, que le dicen.
Si diseñamos un dispositivo con Acompañantes Terapéuticos de los que requerimos una capacitación específica importante, y les retribuimos salarios miserables y peores condiciones laborales. Y si además interrumpimos abruptamente el acompañamiento,... más iatrogenia.
La sociedad -toda la sociedad- tiene que cambiar la cabeza a este respecto.
¿Estamos dispuestos a invertir? ¿Estamos dispuestos a admitir, como colectivo, que somos co-responsables? ¿Estamos dispuestos a asumir que aún así, no habrá soluciones fáciles?
Una ley no habrá de cambiar, mágicamente, la esencia de una sociedad que, además de unas cuantas cosas buenas, promueve formas patológicas de relacionarnos con sustancias, así como con otros asuntos diversos (Internet, la televisión, el juego), y hasta con otras personas. La esencia de una sociedad que, además de unas cuantas cosas buenas, genera a veces, relaciones humanas adictivas y violentas.