Por Gerardo Sotelo
La decisión de la Intendencia Municipal de Montevideo de controlar que los restaurantes ofrezcan al menos un 10 por ciento de sus platos sin sal, no fue valorada adecuadamente por los politólogos y los analistas internacionales con los que cuenta nuestro país.
Ocupados como estaban en el resonante triunfo de Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones brasileñas, no supieron vincular una cosa con la otra.
Sin banalizar el peligro de que un personaje como Bolsonaro llegue a la presidencia de Brasil, deberíamos preguntarnos hasta qué punto un organismo estatal que sale a fiscalizar, salinómetro en mano, el potencial hipertensivo de la oferta gastronómica, puede estar precipitando a los ciudadanos a la exasperación.
Es evidente que el sistema político uruguayo presenta algunas fortalezas con relación al de nuestro gigantesco vecino, en términos de estabilidad y solidez institucionales. De todos modos, no habría que tirar tanto de la piola, que una cosa es la mansedumbre cívica, propia de los pueblos maduros, y otra la aceptación de cualquier delirio paternalista que se le ocurra a nuestros gobernantes.
La guerra oficial contra las cosas que hacen mal a la salud suele ocultar su verdadero rostro, que no es sanitario sino moralizante, es decir, represivo. La coartada con la que funciona es idéntica a la que plantea el agresivo capitán de las fuerzas de reserva de Brasil, aunque no tan brutal.
Porque una cosa es que los organismos públicos adviertan sobre los riesgos del consumo abusivo de ciertos productos, y otra muy diferente, que se anime a emplatar su espíritu bienhechor, poniendo cuotas de dieta sana para comercios a los que asisten personas adultas y libres. Precisamente, las mismas que han puesto a esos gobernantes en su sitio.
Es como si el sirviente dejara a su amo sin postre porque eructó en la mesa. No solo no tiene poder co-mo para hacerlo; es que corre el riesgo de terminar de patitas en la calle.
Por alguna razón misteriosa, un asunto así de sencillo no es percibido correctamente por la mayoría de los gobernantes (es decir, los ciudadanos) ni por sus representantes ocasionales (es decir, los jerarcas de gobierno). Pero cuidado, que puede llegar un día en que la gente se canse de sentirse arrinconada y termine cayendo en los cantos de cisne de un cantamañanas. Sería muy decepcionante que eso le ocurriera a una elite política de tan alta sensibilidad, instrucción y altruismo, pero nadie está libre.
Si se les pregunta, pondrán el grito en el cielo, puesto que de nadie se sienten más lejos que del "fascista Bolsonaro". Salvando las distancias, encarnan el mismo espíritu inquisidor y reaccionario.
Uno quiere terminar con la homosexualidad a los cachetazos. Otros quieren combatir la hipertensión con inspectores blandiendo salinómetros. A ninguno de los dos se le pasa por la cabeza la idea de que, tratándose de ciudadanos libres en una república democrática, lo que cada uno quiera hacer con su sexualidad, su sistema cardiovascular y su menú, es de su entera incumbencia.