Los muchachos paseaban su desparpajo cantándole al Diablo y a las chicas que trabajaban en bares de mala fama, drogados hasta las manos. Eran años convulsionados y decir "cada policía es un criminal ", despertaba el fervor de la juventud, al menos de aquella porción que parecía dispuesta a sacudir la melena del león imperial. Los Beatles se convertían en Miembros del Imperio Británico y los Stones, se autoproclamaban "Sus Majestades Satánicas", sacándole la lengua al mundo burgués. Eran jóvenes en una época en la que el rock también lo era.

Ese espíritu gamberro y altanero resultaba incompatible con los valores tradicionales. Ningún intendente de ninguna ciudad del mundo los consideraba ciudadanos ilustres ni había gobierno alguno que pudiera justificar una renuncia fiscal para facilitar sus conciertos, cargados de estridencias, lascivia y sustancias psicotrópicas. Pero la civilización occidental operaba un cambio que mostraría de qué madera estaba hecha. El movimiento hippie sería el primero en percibirlo: la contracultura y la transgresión estaba siendo fagocitadas por las mismas instituciones políticas y culturales contra las que se habían alzado, por lo que decidieron auto disolverse.

Pocos movimientos culturales tuvieron tanto impacto, trascendencia y duración como el rock, un fenómeno que va mucho más allá del género musical del que tomó su nombre. Como es notorio, no sería la alternativa a los valores de la sociedad tradicional sino su regeneración. El rock ofreció una salida transformadora a quienes parecían condenados a elegir entre la pacatería conservadora y la revolución comunista. "Lo que te desconcierta es la naturaleza de mi juego", cantaban los Stones, poniendo en boca del Diablo lo que no era más que la propia esencia del rock.

La lucha por los derechos civiles y la liberación sexual ofrecían una agenda lo suficientemente rica e intrincada a millones de jóvenes, sobre todo en Estados Unidos y Europa, donde ya nadie creía en los cantos de sirena, salvo las que sonaban cuando los alemanes intentaban, las más de las veces infructuosamente, sortear el muro de la vergüenza. La nueva generación integraría las filas de los desocupados en la antigua metrópolis imperial, las marchas contra la guerra de Vietnam, y el intento, también fallido, de crear una sociedad enteramente libre de prejuicios y opresión.

Pero los hippies tenían razón. No podía alzarse la voz contra el sistema y andar en Rolls Royce o comprarse un castillo en la campiña inglesa. El triunfo del rock y su extensión planetaria traería la simiente de su destrucción. A mediados de los 70, los punks arrojarían al rostro de la generación anterior su traición, con una actitud aún más radical y revulsiva.

Cuarenta años después, nadie se asusta de una lengua pecaminosa ni mucho menos del viejo Satán. El rock siguió su camino de música, poesía y buenos negocios, que lo llevó a convertirse en lo que hoy es: un espectáculo familiar, carente de toda utopía y novedad, financiado por los nietos de los Stones, junto a papá y mamá. No iba a ser así pero así fue.

El impacto que causó el paso de la banda británica por Montevideo no debería impedir una mirada más amplia, acaso con tintes generacionales, que permita comprender un fenómeno cultural que lleva más de medio siglo. No es un tema de edad sino de experiencia; de sentirnos, como decía Sabina, "tan jóvenes y tan viejos, como un rolling stone".