Una de las obsesiones de González es lo que definió como la ideologización de la democracia , que nos lleva a culpar este instrumento político por los fracasos de nuestros gobernantes. Su apelación al pragmatismo (una facultad que, para los griegos, consistía en saber cómo llevar una idea a la práctica) marca la distancia que separa al dirigente socialista de los trincheras ideológicas.
Según Felipe González, los gobiernos latinoamericanos no tienen ni van a tener dinero suficiente como para realizar las obras de infraestructura que necesitan nuestros pueblos, por lo que el único camino para satisfacer las demandas del desarrollo es atraer inversionistas. La discusión ya no sería Estado versus privados sino de qué manera se puede obtener los mejores resultados. Claro que esta línea argumental rechifla a buena parte del progresismo latinoamericano, más apegado a los sofismas ideológicos de los siglos anteriores que a las lecciones y desafíos de la realidad.
Menos feliz fue su aplicación de la pragmática al endeudamiento estatal. Para González, nuestros gobiernos deberían crear déficit cuando lo necesiten y superávit cuando lo estimen conveniente, emulando a los mismísimos Estados Unidos. La sola enunciación de la idea es una auténtica barbaridad. Sugerirle tal cosa a los gobernantes latinoamericanos es como poner una botella de whisky en manos de un alcohólico y aconsejarle que beba cuando quiera y cuando no quiera, que no beba.
Estados Unidos puede jugar al endeudamiento porque emite dólares, fija tasas de interés y recibe a cambio un porcentaje gigantesco del ahorro mundial. En definitiva, mientras que el déficit que crean nuestros gobiernos lo pagamos los latinoamericanos, el déficit que crea el de Estados Unidos lo pagan principalmente los chinos. Pero además, si los latinoamericanos tuviéramos la facilidad de los estadounidenses para crear riqueza y aumentar la productividad de manera constante, no estaría Felipe González en la Cátedra de las América dándonos consejos, con esa simpatía tan andaluza y ese desparpajo con el que suelen hablar los políticos retirados.
Suertempila.