La concurrencia masiva a los centros comerciales es vista como la manifestación del desenfreno consumista, presuntamente excitado por la publicidad y el hedonismo. Como nadie se anima a argumentar contra los regalitos de Papá Noel para los pibes ni contra el arrollado de palmitos que trae la tía Eduviges para la cena de Nochebuena, los reproches caen sobre las compras consideradas superfluas, categoría imprecisa que puede referirse tanto a un microondas como a las cartas de Yugi-Oh. Según estas voces, estaríamos inmersos en una telaraña de estímulos materiales que nos distanciaría de nuestra dimensión trascendente y nos volvería insensibles a las profundidades existenciales de la navidad cristiana. Sin embargo, el fenómeno es más complejo y contradictorio.
Para empezar, esa masa humana que compra, sólo existe para los medios de comunicación, las estadísticas y la cola de la caja, tres molestias inherentes al mundo contemporáneo. En realidad, se trata de decisiones individuales, millones de ellas, pretextadas por una sensibilidad más o menos colectiva que podríamos definir, en términos antropológicos, como (¡ay!) cultural. Claro que no por cultural ha de ser buena, pero la masividad del suceso se justifica en ese trasfondo de valores civilizatorios. Por lo demás, estamos ante decisiones tomadas libremente por personas que sólo comprometen su patrimonio personal. No parece que haya en esto nada de malo.
También están los adictos a las compras, pero se trata de una minoría poco significativa. Los adictos al juego, por ejemplo, representan el 2 por ciento del total de apostadores y nadie pone el grito en el cielo por ello. Quizás otro tanto representen los gastadores compulsivos. Fuera de este comportamiento patológico, el resto de los consumidores realiza las compras para las fiestas pensando en gratificar a sus seres queridos y en darse un gustito sin abusar con las erogaciones. ¿Es esto un pecado o una de las formas en que se expresa la virtud?
Todavía queda por considerar a quienes están del otro lado del mostrador, como la vendedora que hace horas extra, el camionero que extiende su servicio, el fabricante de juguetes, el importador de ropa y hasta el funcionario público que cobra su sueldo de la recaudación fiscal. Así como el comprador no gasta por el placer de gastar sino por obtener alguna gratificación, el esfuerzo redoblado en la zafra de fin de año (a excepción del funcionario público) no se realiza por amor al comercio. Quitando otro 2 por ciento de eventuales adictos al reparto o la facturación, el trabajo se cambia por una remuneración que se destina a atender las necesidades que cada uno entiende como prioritarias. Por estas fechas, bien podrían ser los regalos de Papá Noel o los palmitos que la tía Eduviges decide comprar para consentirnos. Por eso el comercio, cuando se practica voluntaria y libremente, puede ser visto como un servicio mutuo en el que todos los participantes salen beneficiados.
Más allá de las observaciones de gente como Mauricio, sincera e íntegra, por estos días también reaparecen quienes dicen condolerse de los que menos tienen. Exhiben una sensibilidad extraordinaria ante el sufrimiento ajeno, siempre y cuando esto no comprometa sus propios obsequios y vituallas. En todo caso, alientan en los más necesitados la quimera de un mesías que llegará, ahora sí, en un plazo perentorio. Pero las fanfarrias ante un porvenir luminoso no alcanzan a las viudas recientes, a los depresivos, a los enfermos terminales, a las madres de emigrantes, a los que aman sin consuelo ni respuesta. Pero como estas desdichas no tienen un responsable visible al que cobrarle las cuentas, las condolencias no resultan en ningún rédito político, por lo que las almas solidarias no suelen reparar en estos casos.
Felizmente los más pobres toman decisiones sin esperar la redención y destinan un porcentaje significativo de sus magros salarios a pasar las fiestas en familia. Con lo que tienen, compran lo que pueden. ¿Cuál será la fuerza que los alienta a regalarse y festejar? ¿Será el desenfreno gastador, la compulsión al derroche? ¿Será que la gente es lúcida cuando pone el voto en la urna y estúpida cuando pone la cañita voladora en la botella? Quizás esté alentada por la misma creencia infantil en los reyes magos, pero fuera de esa regresión, la mueve el deseo de ser feliz, y eso incluye a sus familiares y amigos, con quienes intercambia presentes y pan dulce.
Otra observación frecuente está referida al sentido de la navidad cristiana y a su mensaje de pobreza y austeridad. Conviene aclarar sobre el tópico que Jesús no nació en un pesebre por ser pobre. Su padre, José, era propietario de una pequeña empresa de construcción (la famosa carpintería) que para la época no era poco. El mensaje de sencillez, precariedad y desprendimiento que trajo al mundo no impidió a su sagrada familia aceptar los onerosos regalos de los Reyes Magos. Por otra parte, Jesús no tenía nada contra el comercio ni contra el dinero (''dad al César lo que es del César'') sino cuando éstos ocupaban el lugar de los valores trascendentes. Así, cuando expulsó a los mercaderes del tempo no lo hizo porque condenara el comercio sino porque lo estaban practicando en un lugar sagrado y destinado a la oración (''dad a Dios lo que es de Dios'').
Estos días de compras y ventas, de ofertas y regalos, son propicios para que nos hagamos preguntas significativas, aún por fuera de la fe cristiana. ¿Por qué hacemos todo eso? ¿Para qué? ¿En quién invertimos nuestro tiempo, nuestra energía y nuestro dinero? ¿A quién invitamos a sentarse a nuestra mesa? ¿A quién le deseamos un año nuevo lleno de prosperidad? La razón de tanto celo está en nuestros valores morales y espirituales y tiene como destinatarias a las personas a las que amamos. El arrollado de palmitos, la bermuda veraniega o las cartas de Yugi-Oh, son sólo representaciones materiales de nuestros afectos.
Consideradas en toda su dimensión, las compras de fin de año revelan también generosidad, desprendimiento y amor al prójimo. Tanto Mauricio como yo asociamos estos valores con los de aquel judío flaco y enigmático, aquel nazareno nacido en un pesebre de Belén, cuyo ejemplo de vida aún nos resulta inquietante y trasgresor.
Suertempila...y próspero 2005.