A un mes de asumido el gobierno, ya es una realidad lo que se insinuaba en la transición: en materia de política económica hay dos corrientes gubernativas. Una pesetea a los frigoríficos y amenaza con tarifar todo lo que se mueve. La encabeza Mujica. La otra negocia con el FMI y abaraja las demandas, la lidera el ministro Astori. Tras la rebaja del asado de trece costillas, los primeros se preguntan ahora por qué no aplicar la misma estrategia con otros productos de la canasta básica. ¿Qué mejor que pagar todo más barato? El razonamiento puede tener cierta lógica, aunque sea falaz y probadamente pernicioso.
Dejemos de lado por un instante la ''batalla del asado'', en la que el gobierno negoció con el oligopolio de la carne (el desaparecido dirigente comunista Enrique Rodríguez lo llamaba la ''rosca de los frigoríficos'') y lo dejó intacto en lugar de liquidarlo abriendo el mercado. A cambio, obtuvo una rebaja de dudosa calidad. El resultado debería llamar a la reflexión más que al festejo. Si los frigoríficos y los carniceros aceptaron la rebaja en el asado, es porque unos viven de vender otros cortes y otros intentan recuperar los clientes aunque sea cambiando la plata con el asado. Creer que semejante procedimiento puede extrapolarse a un mercado más amplio y complejo, sería preocupante. Y lo creen.
Así que pensemos. ¿Cómo es posible que una solución tan sencilla como bajar precios por decreto se esté dejando de aplicar en todo el mundo? ¿Cómo es posible que haya sido abandonada por gobernantes de derecha e izquierda? ¿Será que los uruguayos, no contentos con el Oscar de Jorge Drexler, vamos ahora por el Nobel de economía? Si decretando las rebajas se consiguiera abaratar los productos, alcanzaría con hacer una lista de los productos y servicios que se desee bajar, sacar cuentas y redactar el decreto, para que la abundancia volviera a los hogares del mundo entero. ¿Qué es lo que no cierra, entonces? Conviene seguir pensando con sentido común.
¿Qué pasa cuando se tarifa un producto? Se establece por vía administrativa un precio de venta inferior al que marcaría el libre juego de la oferta y la demanda. La diferencia entre la tarifa y el precio de mercado, lo absorbe la cadena de producción y comercialización. Si los márgenes de utilidad que quedan son muy estrechos, puede ocurrir que, además del precio, baje la oferta, por lo que el producto podría desaparecer de las góndolas. Esto no tiene nada que ver con ideologías, partidos, ministros, ni ningún otro chascarrillo político. El desabastecimiento fue la constante en el Uruguay tarifado de fines de los sesenta, con un gobierno de derecha, como lo fue en los países comunistas, donde había tarifas pero no productos. ¿Y quiénes cree Usted que se perjudicarían con el desabastecimiento de productos de la denominada "canasta básica" sino los más pobres? ¡Bingo!
Otras dos perversiones habituales en mercados regulados y con precios políticos es la aparición del mercado negro (con su evasión de impuestos y de controles bromatológicos) o el ajuste por la calidad , esto es, productos similares pero peores a los tarifados. En una palabra, lo que ya está pasando con el asado rebajado. ¡Bingo y redoblona!
En el mediano plazo, los efectos son todavía peores. Los precios políticos terminan generando una distorsión en el mercado que puede afectar también a otros productos no tarifados. Sin dramatizar, recordemos que la ruina económica de los países comunistas no sobrevino por la acción de la CIA ni de los marines sino por su incapacidad absoluta de determinar cuánto valía cada cosa, desde un tornillo a una hora de trabajo, pasando por las chauchas, los televisores y las naves espaciales. Es cierto que aquí no se propone anular al mercado, pero el escenario en el que amenazan intervenir es lo suficientemente amplio como para generar una sensación de irrealidad similar a la de la Rusia soviética.
¿Estamos ante una concepción progresista de la economía? Cualquiera que sea la definición que se dé a esa palabra-fetiche, la respuesta es no. Encarna una idea mecanicista propia del Siglo XIX, por lo que parece más bien arcaica. Mucho menos si por progreso entendemos una sociedad en la que el gobierno abandone la tentación paternalista y deje de tratar a los pobres como minusválidos, a los industriales y comerciantes como aves de rapiña y a la clase media como consumista y frívola. Pero lo más fastidioso (y lo menos progresista ) es su soberbia intelectual, esa idea aristocrática por la cual un conjunto de gobernantes, burócratas y técnicos son capaces de tomar decisiones económicas virtuosas, mientras que el resto de la sociedad se deja llevar por la codicia, la molicie o la sinrazón.
Si lo que de verdad se quiere es democratizar el poder y no concentrarlo y si es cierto que se busca bajar los precios y no ganar aplausos efímeros, los gobernantes tienen en sus manos la llave del éxito. Puesto que el Estado es el gran formador de precios a través de los impuestos y las tarifas de los servicios públicos monopólicos, podría practicar con el ejemplo y ajustar sus costos a la baja. Entonces sí, ¡otra que el asado de trece costillas!
Suertempila
Gerardo Sotelo