La medida llevaría los magros estipendios de unos ochenta mil trabajadores a cerca de dos mil pesos y ya fue celebrada por varios actores sociales, quienes aseguraron que se genera así un aumento en el consumo. Felicidad por partida doble: los trabajadores de más bajos ingresos se verán beneficiados y la sociedad en su conjunto disfrutará esa bonanza. Y todo esto con una simple disposición administrativa. Una maravilla. ¿Habremos encontrado el camino a El dorado, una ruta a la prosperidad que sea independiente de la productividad, el ahorro y la capitalización? ¿Tendremos finalmente un Nóbel uruguayo y nada menos que en Economía? ¿Será un Nóbel compartido con los asesores del futuro gobierno y del PIT-CNT? ¿O estaremos ante un nuevo engaña-pichanga, una medida gubernativa macanudísima y consensuada cuyos efectos van a terminar pagando los más pobres? Las medidas macanudas dejan de parecerlo cuando se ven a la luz de la realidad.
Para comenzar, podríamos preguntarle a los que deciden y a los que aplauden este incremento por qué detenernos en el 40 por ciento.¿Cómo llegará el gobierno a esa cifra? ¿A qué arúspice habrá consultado? ¿Qué areópago pudo fijar el monto con tal precisión? Con un 50 por ciento podríamos repartir todavía mayor felicitad y ni qué hablar si el aumento fuera del 200 ó 300 por ciento. Si la medida causará efectos tan positivos sobre propios y ajenos y si se pudiera impartir justicia salarial por vía administrativa, nada debería impedir que el aumento fuera mayor. Claro que ante un aumento que triplique el salario mínimo, cualquier chambón se daría cuenta de que muchas empresas se volverán inviables y tendrán que optar entre despedir empleados o pagarles el incremento en negro. Si este razonamiento es válido para un aumento voluminoso, ¿no será proporcionalmente válido también ante uno del 40 por ciento? Cuanto mayor sea el salario mínimo, menor va a ser la posibilidad de que se generen nuevos empleos dentro de la ley en las franjas más bajas, por lo que la medida va a perjudicar, en primer lugar, a los que no tienen empleo.
Un aumento salarial por decreto, no es otra cosa que una distribución del ingreso dispuesta por el Estado que no guarda relación con la marcha de la productividad ni con las singularidades de cada rama de actividad ni de cada unidad productiva. Un aumento salarial siempre es un aumento en los costos de producción. Cuando el aumento no se corresponde con la estructura productiva de la empresa, termina generando precios artificiales que perjudican al consumidor y afectan la demanda, por no hablar de otras distorsiones en las variables económicas. Claro que no todos los productos se van a encarecer al mismo tiempo ni en la misma proporción. Las empresas y los rubros menos tecnificados y más intensivos en mano de obra (los productos agrícolas, las empresas de seguridad o de limpieza, los supermercados) se verán afectados primero. Pero como la estructura productiva del mercado está entrelazada, todos los productos van a terminar encareciéndose. ¿Quién va a pagar ese incremento? ¿Qué va a ocurrir entonces con los quinientos pesos de aumento de los salarios mínimos? En buena medida, se esfumarán.
Alguien podrá pensar que el aumento del salario mínimo debería ser absorbido por los empleadores. En ese caso, se reducirán sus beneficios y se volverán menos competitivos. ¿Y quién se va a perjudicar sino los trabajadores? ¿Quién si no el pequeño establecimiento familiar en beneficio de la gran empresa? También en este aspecto la medida puede lograr el efecto contrario al que pretende.
Con medidas de este tipo, el gobierno saliente queda a salvo de cualquier sospecha de neoliberalismo que pudiera quedar. Más bien tiende a igualarse con los defensores más radicales del ''modelo de país productivo''. Después de todo, ¿a quién puede parecerle justo que haya compatriotas ganando dos mil pesos por mes? ¿Qué gobernante no adoptaría medidas semejantes para hacer feliz a todos y, de paso, perpetuarse en el poder? Si cuatro o cinco medidas similares pudieran lograr un aumento de la producción, el empleo y los salarios, estaríamos al borde de un milagro económico como la humanidad no ha conocido antes. Los más escépticos creen que el resultado de semejante propósito no guardaría relación alguna con la productividad ni demás exigencias de la economía real, por lo que, al cabo de un tiempo, todos terminaríamos más pobres de lo que estamos.
Aumentar los salarios y la producción a fuerza de voluntad política es la tarea más fácil del mundo, sobre todo si se cuenta con los votos necesarios. Otra cosa es aumentar la productividad, la competitividad, la innovación, el ahorro y la inversión, objetivos que, una vez logrados, pueden ponernos en la pista de las mejoras salariales genuinas. Sin embargo, parece que nada se puede contra la fuerza de un mito. Con la manteca, en cambio, no hay mito que valga: al fuego no se asa, se derrite.
Suertempila