Cuando se asumen los hechos sin capacidad de juzgar, de analizar su contenido, y se los integra al panorama como una fuerza natural, inexorable, invariable, como un dato geológico, eso se transforma en una peligrosa y mala costumbre.
Los orientales hace más de una década que estamos tranquilos, que no nos sobresaltamos por los temas económicos nacionales, regionales o internacionales, que sabemos que esa noche en el informativo o en los titulares de los diarios estará la palabra, la opinión de Danilo Astori o del equipo económico, y lo más importante: que tendremos un rumbo correcto. Y que nuestras vidas, en lo que refiere al marco que debe proporcionar un gobierno, seguirán por el buen camino.
Astori no fue durante todos estos once años ministro de Economía y Finanzas. Primero fue designado candidato a ministro en la campaña electoral del 2004, cuando estábamos con la crisis hasta el cuello y, en algunos temas, un poco más arriba; luego fue ministro; posteriormente renunció para ser precandidato a presidente y luego candidato, y finalmente fue vicepresidente durante cinco años. El miércoles volvió al Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) y dijo lo que todos esperábamos. No por sus palabras, ni por su tono, sino por su rumbo, por sus certezas, por la manera de cubrir las expectativas, las que todos tenemos e incluso las otras.
¿Cuáles son las otras expectativas? Las que surgen de escuchar una descripción de los objetivos y los instrumentos del MEF para la nueva etapa y, sobre todo en este mundo ultramaterial, escuchar hablar de valores, del alma, del espíritu. Y de eso se habló en el discurso de Astori al asumir en el MEF. Para ser de izquierda hay que hablar de esas cosas y actuar en consecuencia.
Nos hemos acostumbrado a que no estamos esperando que nos digan cuál será el tipo de cambio, cómo practicaremos la religión de la macroeconomía, cuál será el rango meta de la inflación y otros dictados del lenguaje seco y asexuado de la economía porque asumimos desde el inicio, desde antes de que hable Astori, que eso está incorporado, no al discurso sino al manejo virtuoso de la política económica y social, a su ejecución, a su sentido crítico, a su profunda mirada estratégica y a su ética social y cultural.
Nos acostumbramos a la precisión, pero no en el uso de los conceptos, sino en la construcción de un proyecto, de un conjunto de razonamientos encadenados, coherentes y profundamente de izquierda, probadamente de izquierda y progresistas porque tienen un impacto progresista en la vida de la mayoría de los uruguayos.
Nos acostumbramos a que, llegada la campaña electoral, todos los frenteamplistas nos ponemos ultraoficialistas de la política económica y social, y nos olvidamos de los años previos de tensiones y debates.
Nos hemos mal acostumbrado a que, en lugar de las largas explicaciones para justificar el estancamiento, para evaluar las dificultades, para surfear la decadencia, siempre hay un mensaje optimista y realista, sin atajos tentadores ni frases ampulosas. Es la parquedad del rigor.
Es en esa previsibilidad, en esa seguridad y tranquilidad que transmite incluso antes de hablar está la enorme fuerza de Astori. Todos hemos aprendido que economía y gobierno es también comunicación e imagen, es estado espiritual de una sociedad.
Pero también en esas virtudes tan profundamente republicanas, institucionales y unitarias está su debilidad. Ha sido tan sólido y tan exitoso que ni siquiera parece un mérito: es casi su obligación.
Es tan sólido en su frenteamplismo -y, por lo tanto, en su defensa a ultranza del sentido unitario de la izquierda- que casi nunca juega fuerte y rompe los moldes. Y en política, nos guste o no nos guste, hay que romper los moldes, y en diversas ocasiones jugar al borde del penal. Si lo que está en juego son las instituciones, la marcha del país, el propio Frente Amplio, Astori dejará siempre en segundo o tercer lugar sus propias aspiraciones políticas personales o sectoriales. Lo he sufrido.
Todo lo que el Uruguay le debe a Astori -no solo por estos 10 años de Gobierno, sino incluso durante la crisis del 2002-, lo que le adeuda el Frente Amplio no tiene proporción con el reconocimiento que debería tener. Un poco es la ingratitud oriental; otro, el libre y despiadado juego de la política, y una parte importante es responsabilidad de Astori y de sus compañeros de sector. No creo que deba incluirme...
Danilo siempre va a estar, con su precisión, con su aire falsamente distante, con su lealtad institucional y política, con su compañerismo poco efusivo pero sólido como una roca, con su sensibilidad cultural y artística, con su pasión por el fútbol (desgraciadamente por Nacional), por el carnaval y la música, con su visión política e ideológica seregnista que sabe aprender y compartir. Está y es parte del enorme capital del país y de la izquierda uruguaya. Y nos hemos acostumbrado.
Es imposible entender el cambio en el Uruguay de estos 10 años -que comenzó a gestarse desde la salida de la dictadura, pero sobre todo en 1989- sin Seregni, pero tampoco sin Tabaré Vázquez, José Mujica y Danilo Astori.