Según los medios de comunicación, la tragedia que vive Japón amenaza con convertirse en una catástrofe nuclear. La madrastra naturaleza continúa haciendo de las suyas. Por mucho que nos esforcemos los humanos, no hay producción, extracción, emisión o explotación antropogénicas, tan contaminantes y calamitosas como las que pergeña Madre Tierra. La diferencia es que a nuestras acciones podemos regularlas, y hasta prohibirlas, con arreglo a la supervivencia de la especie, mientras que a los sacudones de nuestra roca cósmica no tenemos con qué atajarlos. ¿Pero qué pasa si a este desastre natural se le suma una explosión nuclear capaz de cobrarse vidas humanas?
Muchos se preguntarán por qué las personas tomamos decisiones que implican riesgos de proporciones apocalípticas. ¿Es razonable arriesgar la vida de la gente y de la naturaleza con objetivos económicos? Los teóricos vienen estudiando la manera como los seres humanos tomamos decisiones al menos en los últimos tres siglos. Si bien en sus orígenes pretendían entender tan solo las decisiones económicas, pronto descubrieron que había en nuestra conducta algo más que un simple cálculo entre costos y beneficios.
En el mundo real, buena parte de las decisiones involucra cierta dosis de conflicto, de contradicción entre intereses legítimos. Por ejemplo, rechazar la instalación de un reactor nuclear por el temor a la contaminación, un riesgo de bajísima probabilidad, puede postergar el desarrollo, pero si lo instalamos y ocurre un accidente, ¿qué costos económicos, ambientales y sanitarios podría tener para nuestra comunidad?
Bertrand Russell señalaba una relación paradojal entre el comportamiento irresponsable de los jóvenes automovilistas que arriesgaban su vida en la "ruleta rusa" o "juego del gallina" (en Uruguay se realiza en moto y se ha cobrado varias víctimas fatales) y las decisiones de los gobernantes de las potencias nucleares, que jugaban con "las vidas de cientos de millones de seres humanos". Russell creía que un día las partes no podrían afrontar "la vergüenza de que le llamen gallina", por lo que el estancamiento llevaría a la destrucción del mundo en una guerra nuclear.
Daniel Ellsberg, un analista estadounidense devenido en feroz crítico de la política militar de Washington y predecesor de Julian Assange con sus célebres "Papeles del Pentágono", encontró otra paradoja que ayuda a entender por qué tomamos ciertas decisiones. Según Ellsberg, las personas suelen violar los axiomas del comportamiento racional cuando tratan de evitar los riesgos referidos a situaciones de probabilidad desconocida o ambigua.
Catástrofe, apocalipisis, holocausto... los titulares de algunos medios inducen a pensar que estamos ante el fin de los tiempos, pero los expertos dicen que, aún en la hipótesis de que se funda por completo el núcleo de los reactores, Fukushima no será un nuevo Chernobyl. La Agencia Internacional de Energía Atómica asegura que no habrá nubes de gases radioactivos liberadas a la atmósfera, como ocurrió en el accidente de la planta soviética en 1986, sino que el material se filtraría sobre la tierra, por lo que sólo tendría un efecto local. La Madre Roca, cuyas convulsiones hicieron colapsar el sistema de refrigeración diseñado por el esfuerzo y el ingenio de los humanos, tendría así su merecido.
En suma, parece claro que los riesgos de la utilización de energía nuclear con fines pacíficos nos resultan relativamente desconocidos y la probabilidad de ocurrencia de un accidente mayor un asunto remoto, hasta que un día la madrastra rocosa se sacude debajo del país más organizado y precavido del mundo y todas las teorías parecen hacerse añicos, ante una cobertura mediática apocalíptica y un apocalipsis improbable.
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