Y decirlo me pesa, porque comparto todos y cada uno de los síntomas que Leonardo Haberkorn describe en una nota profunda y removedora, publicada el pasado 3 de diciembre con el título “Con mi música y la Fallaci a otra parte”, que comienza así:
Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez.
No dictaré clases allí el semestre que viene y no sé si volveré algún día a dictar clases en una licenciatura en comunicación.
Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook. Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla.
La idea de que la tecnología nos aliena es tan antigua como la civilización misma. El gran Sócrates denostó la tecnología de su tiempo, nada más ni nada menos que la escritura, tal como lo consigna Platón en el diálogo Fedro, poniendo en boca de su maestro:
[La escritura] sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; confiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu… Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.
…
El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio.
Esta idea de rechazo a la innovación tecnológica puede seguirse a lo largo de la historia, desde Grecia hasta el presente. Cuando nuestra generación (la mía y la de Haberkorn) era estudiante, una de las novedades vilipendiadas e idiotizantes era el Walkman, como lo plasmó Falta y Resto en el couplé del Borracho y el Chetito, allá por 1983:
Por ejemplo esos sujetos
con pinta de nenes bien,
absortos en sus Walk-men
y que se dicen … los chetos
La frase coincide plenamente con mi recuerdo de aquella época: el walkman, que naturalmente todos los adolescentes queríamos tener, es alienante, te deja absorto, aislado, “cheto”, dicho esto en modo peyorativo.
Sin embargo, esa juventud que es la cincuentona de estos días no lo hizo tan mal: fue partícipe activo en la derrota de la dictadura y pilar en la construcción democrática. Y es la que hoy genera los espacios universitarios en los que muchos jóvenes en vez de estudiar miran el celular y dicen bobadas.
Las generaciones actuales son iguales, exactamente iguales a las nuestras y a las de siempre: en cada grupo hay dos o tres que merecen un premio, un grupo grande que la lleva y dos o tres que uno no sabe si echarlos o matarlos. Con excepción de estos últimos, si tienen que estudiar, estudian. Si pueden pasar sin estudiar, bienvenido sea. Administran sus tiempos y sus esfuerzos, como fue siempre y me animo a decir que como será también en el futuro. Si perdemos de vista que nosotros ni fuimos ni somos mejores que ellos, es solo porque ahora que estamos más viejos.
Si no cambiaron los estudiantes, ¿qué cambió?
Lo que cambió, no tengo dudas, es la actitud de algunas instituciones educativas frente a sus alumnos. No tengo datos estadísticos, hablo de mi experiencia de un par de décadas como docente, en el ámbito terciario.
Hay dos conceptos profundamente perniciosos que permearon hondo el imaginario educativo.
El primero es la idea de que estudiar tiene que ser en un todo divertido, atractivo, atrapante: una performance inductiva en la que el docente es una promotora sonriente que atiende un stand en el shopping de la sabiduría.
Ojo, no estoy diciendo que las clases tienen que ser aburridas, sino que la idea está totalmente fuera de foco: por más fantástico que sea el docente, no conozco ninguna carrera universitaria que se complete sin estudiar mientras tus amigos se divierten o en la que no tengas que usar tu licencia laboral para terminar un obligatorio. En la educación terciaria el docente articula caminos y oportunidades, pero es el estudiante el único y último responsable de aprovecharlas, sea esto divertido o la muerte de aburrido.
Tengo malas noticias: en cualquier carrera universitaria, elijas lo que elijas, hay muchas materias que son un clavo, muchos temas que son un bodrio, muchos prácticos que son un embole y para colmo llevan muchas horas. Y hay que leer decenas de libros, muchos de ellos más de una vez.
El segundo concepto nefasto es el temor a los alumnos: a que se quejen, a que se vayan, a que protesten, a que se agremien, a que protesten los padres, a qué se yo cuántas cosas más. Las instituciones se vuelven condescendientes con sus alumnos, y terminan teniéndoles miedo.
No se animan a decirle a los alumnos la pura verdad, lo que es cierto en la mayoría aplastante de los casos: si quiere que le vaya mejor, estudie más. Confunden la gota que derrama el vaso con una simple salpicadura y a la menor queja se arman zafarranchos de combate para evadir lo mandatorio: decirle a los alumnos que planten el trasero en la silla, lean los libros de la bibliografía y hagan los ejercicios propuestos (al menos todos los obligatorios y la mitad de los opcionales).
La combinación de estas dos ideas sí que desalienta. Porque el fluir natural de leer, estudiar, discutir, disentir, se vuelve una pelea por que lean, estudien, pregunten y disientan. Y las peleas no son buenas, nos crispan el ánimo, nos agotan la paciencia, nos arrugan la frente: lo sienten los alumnos, los sentimos nosotros.
Personalmente, estoy lejos de tener una respuesta de alguna naturaleza. De hecho, hice casi casi lo mismo que Haberkorn: dejé este año todos los grupos, excepto uno: la materia opcional de diseño de interfaces. Tal vez sea el carácter opcional lo que trae estudiantes interesados, que leen, preguntan, desafían e investigan. Es un placer dar clase allí.
De todos modos, el año que viene los celulares van a quedar en la puerta en una caja, el mío el primero de todos.