Diferente no siempre quiere decir mejor, es bueno aclararlo en un país de nostálgicos. Lo que es notorio es que antes del golpe de Estado, ser de izquierda era muy diferente que en la actualidad. Obviamente no me refiero a la época de la dictadura...
En primer lugar era una diferencia de relaciones, entre cada uno y su entorno. Había que apechugar, nadie te regalaba cómodamente tu condición de izquierdista. En principio eras un poco raro, revirado, diferente. No todos lo deben haber sentido así, porque formaban parte de las pocas familias de izquierda que había en el país, pero los demás...
Tampoco confundamos ser entusiastas, mucho más entusiastas que ahora, más discutidores y audaces, con lo difícil que era exponer en familia, en el liceo, en el trabajo, en el boliche que te habías vuelto de izquierda o directamente que siempre fuiste de izquierda. Todavía más grave era si te declarabas comunista. Pero la situación tenía su "chévere", sus riesgos y sus recompensas.
En tu casa te podías comprar unas rabietas paternas y unas reprimendas de buen porte, hasta el límite de no reconocer el origen de tamaña "desviación". Yo me las recuerdo perfectamente y, para no provocar demasiado tenía los libros comprados en la editorial EPU bien escondidos. A mis 14 años, Marxismo y Empiriocriticismo o la Sagrada Familia sonaban a herejía mayor y yo tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para tratar de entenderlos pero me sonaban a gloria a paraíso intelectual. ¿Cómo no había alcanzado antes tamañas verdades?
Ser de izquierda era tener muchas certezas y pocas dudas y bien desparramadas.
Llegar de noche tarde luego de una reunión política no era cosa fácil, pero mucho peor era llegar con el lomo sobado de un garrotazo o un sablazo después de una manifestación a favor de Cuba y contra la ruptura de relaciones con el gobierno de los barbudos o contra los ataques yanquis a Vietnam. Había que desenroscar tremenda víbora de cuentos para explicarlo.
En el trabajo -el primero que tuve- había que pisar con cuidado, te podía costar el puesto, no todos estaban dispuestos a que el germen del descontento y la protesta se instalara en sus tranquilas empresas. Otra que licencia sindical.
En mi primer empleo en una agencia de viajes y cambio donde trabajé 10 meses, hasta las elecciones de noviembre de 1962, tuve que hacer pinitos de todo tipo para sobrevivir, cumplir y en algunos casos realizar algunas tareas imprescindibles y apasionantes, como hacer una serie de llamadas telefónicas. En mi casa, el negro e imponente aparato no figuraba en el inventario. Y en el Liceo Malvín había varios que tenían ese anhelado contacto con el mundo y yo los citaba por teléfono a las reuniones o manifestaciones.
En ese año nunca pude escuchar la audición "Habla la izquierda" del "Ñato" Enrique Rodríguez, porque el horario del mediodía me lo impedía. Así que la borré de mi menú de la "línea" política diaria, cinco días por semana. Excepto unos días que estuve en cama con gripe, fue una odisea de imaginación casera. Yo fingiendo que escuchaba una radionovela...
Después cuando entré a trabajar en Codarvi todo cambió, la gran mayoría de los trabajadores eran de izquierda y comunistas. Era un oasis.
En el liceo también fue cambiando. En los primeros meses cuando tuve que ir a la Scuola Italiana porque no tenía la reválida del Nacional de Buenos Aires, tenía que afinar el olfato para poder percibir si algún profesor era cercano, o algunos compañeros de clase. ¿Cuánto? El "Preside" de la Scuola con su barba puntiaguda y sus gestos bruscos y autoritarios le hacía honor a su fama de ser partidario del viejo régimen mussoliniano. Nunca pude confirmarlo ni desmentirlo.
Tenía amigos y amigas, pero los temas políticos volaban lejos, hasta que un día una tragedia nos impactó de lleno, nuestro profesor de historia, Arbelio Ramírez fue asesinado por una banda fascista en las inmediaciones de la Universidad luego del acto del Che Guevara. Fue mi primer choque frontal entre la política y la muerte. Lo que lastimaba era leer la mayoría de los diarios, o escuchar las radios y encontrar tan poca sensibilidad ante un asesinato de un profesor, de un entrañable ser humano. En aquellos tiempos también era diferente ser uruguayo, no habíamos pasado la dura escuela de la dictadura...
Llegar al liceo Malvín, mejor dicho al anexo de liceo número 10 Carlos Váz Ferrerira, fue una de las mejores cosas que me pasó en la vida, la normal y la militante. Estuve tres años seguidos en el mismo liceo, por primera vez en mi vida educacional errante. Decir allí que era de izquierda era un enorme lío, un problema, y la más grande satisfacción. Había que bancar, porque "contras" había a montones, pero en eso estaba la gracia: en bancar. En sepultar de insultos de un carro con parlantes que simulaba ser un paredón en Cuba, con muñecos "fusilados" y robustos fachos protegiendo el engendro parado en la puerta del liceo.
Ser de izquierda y comunista era hacer un esfuerzo para ser el mejor de la clase para que te eligieran delegado y luego te votaran en las elecciones, era discutir, opinar y tener cuidado en los recreos al ir al retrete para que no te hicieran bromas, como tirarte cohetes. Era sobre todo divertido, serio, solemne y político. Y la política era algo importante, de grandes, de personas que hacían discursos e informes complicados.
De todas maneras era diferente, porque siempre eras una minoría y a veces había que defender cosas realmente complicadas, como algunos tanques "socializadores" paseando por Praga, o escritores expulsados en Moscú por ser herejes, o el cisma con los "camaradas chinos".
Ser de izquierda era ir al cine a ver rigurosamente las últimas películas italianas del neorrealismo y comentarlas durante largas horas en un boliche, con un café, que era lo máximo que te podías permitir; era leerte las novelas inexorables, leer o hacer que habías leído los libros inexorables o inevitables. E ir al teatro, casi religiosamente y escuchar la música y "nuestra" música.
Era tener discrepancias con otros izquierdistas sobre el camino de la revolución y sobre quien era la vanguardia y arrastrarlas durante muchos años.
Pero lo más diferente, lo profundamente diferente es que ser izquierdista era estar contra del poder tradicional, estar del otro lado del poder, aquí en tu país, de los que tenían los bancos, los latifundios, los tiras, la metropolitana, las empresas, todos los gobiernos, el nacional y los departamentales y se amaban con los gringos.
La otra gran diferencia era que el peligro, la constante asechanza de que un día habría que rendir cuentas ante el peligro de la represión en sus diferentes formas, te acompañaba siempre. La gran diferencia era que ser izquierdista era peligroso, arriesgado, jugado. También por eso enamoraba.
Por Esteban Valenti
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