Es terrible asumir la condición de estar en el peor lugar de una región que, además, se ha caracterizado por el "machismo" y por la reivindicación de una cultura contraria a la equidad de género.
Es probable que el resultado tenga que ver con el trabajo que se ha hecho desde la aprobación de la ley de violencia doméstica en nuestro país, hace más de una década, que permitió avanzar en convertir en un "asunto público" lo que antes se escondía puertas adentro de los hogares. Puede ser que en algunos países de la región este tema continúe oculto y que las cifras sean menos auténticas que las nuestras.
Pero eso no es excusa, porque independientemente de las estadísticas comparadas, los casos en nuestro país son horriblemente frecuentes y absolutamente inaceptables. Hieren nuestra concepción de una sociedad democrática y pacífica.
¿Cómo se explica esta realidad? Sin ninguna duda es la consecuencia de un modo de convivencia y una cultura que debe generar espanto.
La mujer decide interrumpir la relación de pareja, con todo su derecho y voluntad. En muchos casos esta decisión ocurre porque ya el hombre ha cometido actos de violencia hacia su pareja; pero no es necesario que ese sea el motivo. La mujer tiene el legítimo derecho, al igual que el hombre, a decidir la interrupción del vínculo de pareja por los más variados y diversos motivos. Es su decisión y tiene todo el derecho a hacerlo.
Pero el hombre, en muchos casos, no acepta esa decisión porque cree que la mujer es su posesión o porque está herido en su orgullo "machista" o porque siente que es injusto o por los motivos que sean o porque pretende una superioridad que en muchos casos esconde un complejo de inferioridad y comienza o continúa ejerciendo violencia física o psicológica sobre la mujer.
Hasta aquí llega el fenómeno patológico en su núcleo básico, referido a la relación de pareja. Pero a ello se agrega el entorno cultural. Las denuncias de la mujer ante las amenazas o hechos violentos protagonizados por su pareja o su ex pareja son, en muchos casos, subestimadas, discutidas o incluso ocultas por un entorno social que no termina de asumir el derecho de la mujer a separarse, dejar o abandonar a su pareja o a no ser objeto de violencia bajo ninguna circunstancia.
El caso de Valeria Sosa ha tenido la característica de contener en su horrendo desenlace, todas las condiciones que hablan de pautas culturales, aún vigentes en la sociedad, que permiten la continuidad de esta barbarie.
El horror de la violencia, entonces, se abre paso ante la omisión, ocultamiento o, incluso, justificación del accionar del hombre. La información que ha circulado indicando que el asesino de Valeria Sosa, habría explicado a sus hijos (frente a los que mató a su ex pareja) que "la castigó porque ella se portó mal", es el colmo de la barbarie. Del mismo modo la gravísima omisión de los funcionarios policiales de informar sobre las denuncias previas y, también, la decisión judicial inmediata e inentendible de dejar a los hijos en manos de los padres del matador.
La violencia de género tiene un origen vinculado a la concepción machista de nuestra sociedad y se anida y crece, en muchos casos, en los vínculos de pareja; pero se consolida y ampara en la complicidad de una sociedad que justifica, minimiza u oculta la tragedia existente.
La solución de fondo es la erradicación de una cultura de violencia, discriminación y superioridad de género que resiste y se mantiene en mucho mayor medida de lo que los uruguayos muchas veces creemos o estamos dispuestos a aceptar.
Se podrán modificar las normas vigentes y, en tal sentido, estamos en línea con el apoyo a esas iniciativas que perfeccionen el sistema de prevención y represión de esta lacra. Pero la cuestión de fondo es que nuestra sociedad construya un cambio cultural profundo que es necesario canalizar a través de la educación formal, de los medios de comunicación, de las redes sociales y de la reacción firme y enérgica de los referentes políticos, sociales, deportivos y culturales de nuestro país.
Para que ello ocurra, el combate a este horror debe ser prioridad de nuestra agenda pública. Minimizar, disimular, justificar, disminuir el impacto o, simplemente, mirar para otro lado es ser, en cierto grado, cómplices de la barbarie. Tenemos que generar un compromiso activo de cambio en esta realidad vergonzante que nos pega en la dignidad como sociedad civilizada. Hasta que ello no ocurra, seguiremos sintiendo vergüenza por estos aspectos de nuestra vida social.
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