Para que un país exista se necesita algo más que un espacio físico, que una población que lo habite y que un mínimo relato histórico y cultural que le de coherencia; hacen falta formas de organización, de regulación, un Estado mínimo que proteja las relaciones humanas, que se haga cargo de las tareas básicas. Eso hoy no existe en Haití.
El sismo golpeó en el corazón de una Nación desesperada desde antes, que apenas levantaba su cabeza por la ayuda internacional y lo devastó. El número de muertos nunca lo sabremos. Muertos aplastados, por falta de atención, por sus heridas, por enfermedades infecciosas. Por las causas de siempre multiplicadas exponencialmente.
El primer impacto del terremoto no fue en los sectores más pobres, murieron masivamente los que tenían algo pesado sobre la cabeza a primera hora de la mañana, los millones que viven en chabolas, en la calle sin nada, no fueron los más afectados.
Se destruyó la capital del país y toda su estructura administrativa, extremadamente débil. Cientos de miles de personas, sobre todos mujeres y niños, deambulan por las calles sin rumbo, en medio de los escombros, de los cadáveres, buscando algo. Cualquier cosa que les permita subsistir. Porque se destruyó ese delicado y frágil mecanismo de supervivencia básica que tenían millones de haitianos.
A ello se debe agregar que la violencia explota por todas las costuras. Por desesperación, por la falta más absoluta de autoridad, por el alto nivel de delincuencia y por la anarquía que reina en las calles. Y en ese caos los enfrentamientos son sin límites y se suman a la tragedia del terremoto.
Las crónicas que comenzaremos a recibir cada vez con más frecuencia y en algunos casos con mayor truculencia por parte de los medios, nos irán acostumbrando a que se trata de un evento bíblico, una fatalidad geológica que se precipitó sobre una sociedad donde hay tan poco para perder y donde se han concentrado todos los horrores y los adjetivos del horror. Y ese es el peligro, el impacto y luego la herrumbre del acostumbramiento y la impotencia.
Y no es justo. En Haití viven 9 millones de seres humanos. Y eso es lo fundamental. Sobreviven en un territorio que no tiene nada, que fue deforestado, agredido de las peores maneras durante más de dos siglos, desde que la colonización francesa lo transformó en su propio proveedor de azúcar, el “oro blanco”.
Fue la segunda nación en independizarse en América, primero fueron los Estados Unidos y en 1804 se sublevaron los esclavos. Lo que no todos saben es que la historia le debe a ese pueblo un gran aporte, fue el primer territorio donde los esclavos se sublevaron y abolieron en forma definitiva el esclavismo. A fines del siglo XVII había 300 mil esclavos de origen africano y sólo 12.000 blancos y mulatos libres.
Nadie parece tener responsabilidad sobre Haití, aunque también sería justo recordar que desde 1915 a 1934 fue ocupada y dirigida en todos los sentidos por los Estados Unidos. Desde 1957 a 1986, es decir casi 30 años gobernó la tétrica familia Duvalier y lo hizo con el apoyo explícito y el sostén de los diversos gobiernos de los Estados Unidos. Papa Doc y su hijo el Nené Doc Duvalier. Las tragedias de Haití no son nuevas ni son sólo propias, tienen antecedentes y progenitores.
Desde el año 2004 las Naciones Unidas mantienen un contingente militar, policial y civil, del que forman parte más de mil uruguayos y uruguayas.
Nos es momento de reproches, pero para asumir plenamente las responsabilidades la comunidad internacional, las naciones más poderosas, en primer lugar nosotros sus vecinos los latinoamericanos y más en general los americanos debemos comprender que Haití necesita mucho más que un poco de solidaridad. Necesita construir una nación, cuyo único recurso son sus habitantes.
Ahora necesita alimentos, medicinas, agua, ropas, todo lo necesario para sobrevivir, incluyendo médicos, pero también necesita organización, planificación de la ayuda y del futuro mirando un poco más allá. Es una prueba de fuego para nuestra época, para las Naciones Unidas, para el nivel de civilización que hemos alcanzado.
Es una enorme tragedia para ese pueblo, pero es una prueba de fuego para los países, las sociedades, la comunidad internacional y sus instituciones. Haití debe existir.
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