Cuando el presidente Vázquez y el ministro Bonomi eligieron referirse a los problemas de seguridad que padece la sociedad uruguaya con un estilo reactivo, sus palabras constituyeron acciones políticas que procuraron disimular o minimizar la dura realidad.
"Hay personas que no están bien informadas y no conocen la realidad de como vienen disminuyendo los delitos", dijo Vázquez. El presidente respondió así a declaraciones del presidente de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Chediak, quien había dicho días atrás que "Montevideo tiene una situación de seguridad preocupante". Sus palabras expresaron un doble despropósito.
El primero es explícito y tan inútil como intentar tapar el Sol con la mano: lo que Chediak había dicho, refleja de una manera precisa, tanto la realidad como el sentimiento de los montevideanos, legítimo aún en un escenario de delitos que, poco a poco, están bajando.
El segundo despropósito está implícito, y consiste en refutar los dichos de un contrincante sin nombrarlo. Sustituir el nombre de Chediak por un genérico "hay personas" es una forma de desprecio. Las palabras del presidente del Poder Ejecutivo sobre el presidente del Poder Judicial, fueron, por lo tanto, una acción política de la mayor envergadura.
Los dichos de Bonomi resultaron aún más sorprendentes. Intentando relativizar el peso de los homicidios, el ministro comparó la tasa de Uruguay con la de distintos destinos turísticos de América Latina. De sus palabras surge que Acapulco, en México, tiene 104 homicidios cada 100.000 habitantes y Bahía 62, mientras que en Uruguay la tasa es de 7,6. La falacia y la arbitrariedad argumental son de una dimensión cósmica.
La comparación bien pudo ser con Viena, Porto de Gallinhas o la isla de Pascua. Por qué Bonomi, teniendo cifras de homicidios que son favorables a su gestión, intentó una jugada tan estrafalaria, es una pregunta que excede los umbrales de la lógica.
Al igual que Vázquez, el ministro del Interior optó por distanciarse de la gente, que asiste temerosa a una realidad radicalmente diferente y peor a aquella en la que vivía cinco, diez o veinte años atrás.
Es entendible que los gobernantes se enojen con la realidad cuando esta le muestra, con datos objetivos, que su tarea no está teniendo los resultados esperados. En este caso, no parece haber explicación para tanta arrogancia.
Si el presidente de la República y su ministro del Interior, principales referentes del gobierno en materia de seguridad, no son capaces de tener empatía (ponerse en lugar de sus conciudadanos victimizados y asustados) con cifras que muestran una mejora, ¿cuándo podrán hacerlo? Y más que eso, ¿quién debería hacerlo? ¿Los especialistas? ¿Los actores sociales? ¿Los dirigentes opositores?
El respeto por el contrincante y por la realidad son valores éticos que se cultivan y se expresan con palabras; en boca de los gobernantes, son acciones políticas y de cultura cívica, o bien son todo lo contrario. Tanto aquí en Uruguay como en... ¡Acapulco!