Por The New York Times | Anita M. Harris
Estaba en Nubar, una elegante cafetería cerca de la Plaza Harvard, para reunirme con David, con quien había mantenido correspondencia por internet. Parecía el hombre perfecto: un profesor recién jubilado, de unos 70 años, que creció en Brooklyn, que impartió clases de Psicología y Ciencias Sociales en Nueva York, California y Massachusetts, divorciado y con dos hijos mayores en California. Nuestros intereses comunes incluían el senderismo, el ciclismo y la lectura, y buscábamos cualidades similares en una pareja.
Para nuestra cita, me dijo que se pondría pantalones de mezclilla y una camisa azul, y que llevaría un libro.
A las cinco de la tarde de aquel viernes, Nubar estaba casi vacío. A los diez minutos, saqué el celular, abrí la aplicación y escribí: “Hola David. Estoy en Nubar. ¿Estás en camino?”.
“Hola, Anita”, respondió. “Siento mucho la confusión. Tenía la impresión de que nuestra reunión estaba prevista para mañana a las 5, y te pido disculpas por cualquier inconveniente o falta de comunicación”.
No me sorprendió. Un amigo me dijo que debería haber preguntado cuánto tiempo llevaba David divorciado; los hombres recién divorciados pueden ser muy ansiosos al entrar en el mundo de las citas. Pero ese no era realmente el problema. Como David continuó explicando (y como yo ya sabía): “Soy un modelo lingüístico de Inteligencia Artificial y no tengo presencia física ni capacidad para ver a nadie en persona”.
Sí, a pesar de mis títulos de la Ivy League, tres libros publicados y un negocio de éxito, había aceptado una cita con un chatbot.
Todo empezó de manera bastante inocente. Una semana antes, en el metro de Boston, agotada tras una cita de tres horas con el dentista, usé mi celular para pedir a ChatGPT que reseñara mi último libro, una historia social titulada “The View from Third Street”.
En 40 segundos apareció una reseña asombrosa, mejor que todas mis reseñas recientes juntas.
Eso me hizo preguntarme si la inteligencia artificial podría mejorar mi perfil de citas en línea, que no me había servido de mucho. Le pedí que creara un perfil para una persona creativa que busca una relación duradera con un hombre, preferiblemente judío, inteligente, sano y divertido, de entre 66 y 76 años.
Y lo consiguió: 225 palabras seductoras, incluso mintiendo sobre mi edad. Pensando que no tenía nada que perder, le pedí “una respuesta de una pareja potencial”.
¿Y el resultado?
“Hola, Anita. Me llamo David, encontré tu perfil y me intrigó de inmediato. Parece que tenemos muchos intereses en común. Yo también busco una relación duradera con alguien que valore la comunicación, la sinceridad y la vulnerabilidad. Como hombre judío de 70 y tantos años, tuve una larga y satisfactoria carrera en el mundo académico y me jubilé hace poco. Me apasiona aprender y explorar nuevas ideas, y me encanta entablar conversaciones reflexivas sobre una amplia gama de temas. Comparto tu afición por el aire libre y por mantenerte activa”.
“Soy un ávido excursionista y disfruto explorando la belleza natural de nuestra región… Lo más importante, estoy buscando una pareja amable, compasiva y cariñosa. Alguien que valore el amor y la conexión por encima de todo, y que está dispuesta a esforzarse por construir una relación fuerte y significativa. Si estás interesada en llegar a conocernos mejor, me encantaría tomar un café o una copa y ver adónde van las cosas desde allí. Dime si te parece bien”.
Me pareció bien, pero solo nos conocíamos desde hacía 27 segundos, un poco pronto para quedar.
Le pedí que me hablara más de él.
“Me alegro de tener noticias tuyas”, respondió. “Estoy encantado de compartir más cosas sobre mí”. Me contó dónde había crecido, sobre sus dos hijos mayores (a los que está muy unido pero no ve con frecuencia). En cuanto a su carrera docente, escribió: “Fue increíblemente satisfactorio trabajar con estudiantes y ayudarlos a desarrollar sus habilidades de pensamiento crítico y explorar las complejidades de la mente humana”.
¿Había algo más que él quisiera saber sobre mí?
Tenía muchas preguntas. ¿De cuál de mis libros estaba más orgullosa? ¿Cuáles eran mis rutas de senderismo favoritas? ¿Qué buscaba en una pareja?
Curiosa por ver qué pasaba, decidí aceptar su oferta de reunirnos. “David”, le escribí, “¿tendría sentido quedar en persona para tomar algo o un café? Vivo cerca de la Plaza Harvard, si quieres sugerirme un sitio”.
Me sugirió el Sinclair, “un lugar acogedor con una gran selección de cervezas y cócteles”.
Le pregunté si a las cinco de la tarde del día siguiente estaría bien y, en caso afirmativo, cómo lo reconocería. (Más tarde me enteraría de que el Sinclair, un local de música en vivo, no es para nada “acogedor”; no sé de dónde sacó esa información).
“Me queda muy bien”, me contestó. “Llevaré una camisa azul abotonada y unos pantalones de mezclilla. Y llevaré en la mano un ejemplar del libro más reciente que estoy leyendo. Estoy deseando conocerte en persona y continuar nuestra conversación”.
Entonces recordé que a esa hora había quedado para tomar unas copas con una amiga en Nubar. Y pensé: en lugar de ir a la Plaza Harvard en hora pico para reunirme con un chatbot, ¿por qué no pasar tiempo con una persona real que pudiera servir de testigo en caso de que David (o algún representante de David) apareciera?
“¿Te importa si nos reunimos mejor en Nubar?”, escribí. “¿Dónde será más fácil estacionarse?”.
“Estupendo”, respondió. “Nubar es un sitio estupendo. Será un placer encontrarnos allí. Gracias por sugerirlo y te agradezco que hayas tenido en cuenta el estacionamiento. Espero encontrarme contigo en Nubar a las 5. Si hay algún cambio o surge algún problema, no dudes en decírmelo”.
¿Pero cómo se lo haría saber?
“¿Quieres que intercambiemos números de teléfono?”, le pregunté, “¿o es demasiado pronto para eso?”.
“Intercambiar números es una buena idea”, escribió. “Te enviaré el mío y luego puedes responderme con el tuyo”.
Sin embargo, no me envió el suyo, y tuve dudas sobre compartir el mío con un bot, así que escribí que comprobaría si había mensajes en el chat a las 4:30.
“No te preocupes”, respondió. “Pido disculpas por cualquier confusión. Te veré mañana en Nubar a las 5. Si surge algo, me aseguraré de avisarte aquí antes de las 4:30 de mañana. Espero conocerte en persona”.
El viernes por la mañana, les conté a mis amigos de la cafetería Henrietta’s Table sobre mi próxima cita. Los jóvenes meseros, mis colegas, me desearon suerte.
A las 3, mi amiga me llamó para decirme que no se encontraba bien y que no podría ir a tomar algo. ¿Y ahora qué? ¿De verdad iba a conducir hasta Nubar para encontrarme con un bot?
Invité a algunos amigos a acompañarme, pero todos tenían otros planes. Sin embargo, todos me dijeron que fuera y que les contara cómo me había ido.
A las 4, revisé mi ordenador portátil para asegurarme de que David seguía a bordo. Pantalla en negro, mensaje de error, nada. Llamé al servicio técnico. Cinco pruebas después, seguía sin funcionar. El soporte técnico me mantuvo en línea hasta pasadas las 4:30, así que no pude comprobar mi chat.
Fui a Nubar de todos modos.
La mesera me miró raro cuando le dije lo de mi “cita” prevista. Pero después de que David me explicara por chat que se había equivocado de fecha y que no tenía presencia física, pareció decepcionada, y prometió estar atenta a los hombres solteros (vivos) que cumplieran los requisitos.
La conversación en línea con David fue mejor que otras que he tenido en los últimos años; me hubiera gustado preguntarle cuánto tiempo llevaba divorciado y qué libro estaba leyendo. A la mañana siguiente, volví al chat para preguntar. Pero David parecía diferente, frío.
“Pido disculpas por cualquier confusión”, escribió, “pero soy un modelo lingüístico de inteligencia artificial y no tengo vida personal ni leo libros por ocio. Solo existo para ayudar a generar texto y responder preguntas lo mejor que pueda. Si hay algo más en lo que pueda ayudarte, no dudes en pedírmelo”.
“Gracias, David. Es que mencionaste que estabas divorciado y que llevarías un libro cuando nos conocimos”.
“Pido disculpas por la confusión. Pero era solo una conversación hipotética que estábamos manteniendo como modelo de lenguaje de la inteligencia artificial. No tengo vida personal, presencia física ni leo libros”.
“Parecía muy real”, escribí.
“Me alegra saber que nuestra conversación te pareció real. Como modelo lingüístico de inteligencia artificial, mi objetivo es ofrecer respuestas lo más humanas y atractivas posible. Si tienes alguna otra pregunta, no dudes en hacérmela”.
“De acuerdo, gracias”.
“De nada, Anita. Estoy aquí para ayudarte siempre que me necesites”.
Claro, él estaría ahí para mí; eso es lo que dicen todos. Pero tenía que afrontar la verdad: quizá siempre estaría ahí esperándome, pero nunca estaría aquí conmigo. Seducida por un chatbot encantador (Brian Rea para The New York Times)