Por The New York Times | Alanna Mitchell
Por lo tanto, durante casi 150 años, los metrólogos del mundo han coincidido en definiciones estrictas para las unidades de medidas por medio de la Oficina Internacional de Pesas y Medidas (BIPM, por su sigla en francés), ubicada a las afueras de París.
En la actualidad, la oficina regula las siete unidades base que gobiernan el tiempo, la longitud, la masa, la corriente eléctrica, la temperatura, la intensidad de la luz y la cantidad de una sustancia. En conjunto, estas unidades son el lenguaje de la ciencia, la tecnología y el comercio.
Los científicos refinan estas normas constantemente. En 2018, aprobaron nuevas definiciones para el kilogramo (masa), el amperio (corriente), el kelvin (temperatura) y el mol (cantidad de sustancia). Ahora, a excepción del mol, todas las medidas están subordinadas a una: el tiempo.
Por ejemplo, el metro se define como la distancia que viaja la luz en un vacío durante 1/299.792.458 de segundo. Asimismo, la nueva definición del kilogramo depende del segundo, en una manera demasiado complicada de explicar en menos de varios párrafos.
“Ahora, ninguna unidad es autónoma, pero todas dependen del segundo”, comentó Noël C. Dimarcq, físico y presidente del comité consultivo de la BIPM para el tiempo y la frecuencia.
Esto quiere decir que, en términos conceptuales, si bien poco elegantes, otras unidades, como el peso o la longitud, se podrían expresar en segundos.
“Vas a la tienda y dices: ‘No quiero un kilogramo de papas, sino cierta cantidad de segundos de papas’”, comentó Dimarcq.
No obstante, ahora, por primera vez en más de medio siglo, los científicos están en el proceso de cambiar la definición del segundo, porque una nueva generación de relojes es capaz de medirlo con mayor precisión.
En junio, los metrólogos de la BIPM tendrán una lista final de los criterios que se deben cumplir para crear la nueva definición. Dimarcq mencionó que esperaba que la mayoría se cumpliera para 2026 y que la aprobación formal ocurriera para 2030.
Se debe hacer con cuidado. La arquitectura de las medidas mundiales depende del segundo, así que, cuando cambie la definición de la unidad, su duración no debe hacerlo.
“Es algo que pasa una vez cada 50 años”, comentó Elizabeth A. Donley, directora de la división de tiempo y frecuencia del Instituto Nacional de Normas y Tecnología (NIST, por su sigla en inglés) en Boulder, Colorado. Donley está en el comité consultivo internacional de la BIPM junto con Dimarcq. “Es algo muy importante que queremos hacer bien, por lo tanto, hay mucho debate. Sin duda es emocionante trabajar en esto”.
Aprovechamos el cesio
Hubo una época en que los humanos veían el cielo para saber la hora. Sin embargo, desde 1967, los metrólogos han definido el tiempo midiendo qué ocurre al interior de un átomo, y cronometran, por así decirlo, el latido eterno del universo.
No obstante, los orígenes e incluso la nomenclatura del tiempo se siguen tomando del tiempo astronómico. En un principio, estaba basado en la rotación diaria de la Tierra, del día a la noche y de regreso. Con el tiempo, los antiguos astrónomos egipcios que usaban el sistema duodecimal, con base en el doce, dividieron el día y la noche en doce horas cada uno y por eso tenemos 24 horas en el día.
La duración de esas horas variaba según dónde estuviera la Tierra en su órbita alrededor del Sol. Hace poco más de 2000 años, los astrónomos griegos, quienes necesitaban horas fijas para calcular fenómenos como los movimientos de la Luna, desarrollaron la idea revolucionaria de que un solo día debía estar dividido en 24 horas de la misma duración.
Ese mismo pensamiento astronómico los llevó a conectar la hora con el antiguo método babilónico de contar hasta 60, el sistema sexagesimal. Dividieron la hora en 60 partes y luego otra vez en 60, de la misma manera que dividieron un círculo o la esfera de la Tierra, hasta llegar a 360 grados.
La primera división de las 24 horas del día (conocida en latín como “partes minutae primae”) les dio la duración del minuto, la cual era de 1/1440 de un día solar promedio. La segunda división (“partes minutae secundae”) les dio la duración —y el nombre— del segundo, la cual era de 1/86.400 de un día. Esa definición perduró, de hecho, hasta 1967 (hubo una pequeña desviación hacia algo llamado tiempo de efemérides que era tan complicado que ni siquiera los metrólogos lo usaron).
Sin embargo, la definición tenía problemas. La rotación diaria de la Tierra se está ralentizando poco a poco; los días se están volviendo un poco más largos y, como consecuencia, el segundo astronómico también. Esas pequeñas diferencias se van sumando. Con base en extrapolaciones de los eclipses históricos y otras observaciones, la Tierra como un reloj ha perdido más de tres horas a lo largo de los últimos 2000 años.
Por lo tanto, la unidad estándar de tiempo, con base en cálculos astronómicos, no es constante, una realidad que se volvió cada vez más intolerable para los metrólogos durante las primeras décadas del siglo XX, cuando descubrieron cuán irregular era el giro de la Tierra. La ciencia exige constancia, confiabilidad y replicación. Sucede lo mismo con el tiempo… y para finales de los años sesenta, la sociedad cada vez dependía más de las frecuencias de las señales de radio, las cuales exigían tiempos muy precisos.
Los metrólogos recurrieron al movimiento mucho más predecible de las partículas atómicas. Los átomos nunca se agotan ni ralentizan. Sus propiedades no cambian con el tiempo. Son los relojes perfectos.
Para mediados del siglo XX, los científicos habían logrado convencer a los átomos del cesio 133 de que divulgaran el secreto de su tictac interno. El cesio, un metal dorado-plateado que es líquido más o menos a temperatura ambiente, tiene átomos pesados y lentos, lo cual significa que son relativamente sencillos de monitorear. En el caso del cesio 133, la frecuencia es cercana a 9200 millones de tictacs por segundo: 9.192.631.770, para ser precisos. La duración del segundo utilizado en el experimento se basó en la duración del día en 1957, cuando se llevaron a cabo los experimentos científicos originales y se derivó de las medidas de la Tierra, la Luna y las estrellas. Para 1967, los metrólogos de la BIPM establecieron la resonancia de frecuencia natural del cesio 133 como la duración oficial del segundo.
A pesar de esa definición basada en el cesio, el tiempo astronómico y el atómico siguen unidos de manera indisoluble. En primer lugar, el tiempo atómico a veces necesita ser ajustado para que coincida con el tiempo astronómico porque la Tierra sigue cambiando su ritmo a una tasa irregular, mientras que el tiempo atómico se mantiene constante. Cuando el tiempo atómico avanza casi un segundo más rápido que el tiempo astronómico, los cronometradores lo detienen un momento y esto permite que la Tierra se ponga al día: insertan un segundo intercalar en el año. Por lo tanto, aunque la duración del segundo no cambia, la duración de un minuto a veces sí lo hace. Después de una inserción inicial de diez segundos intercalares en 1972, los cronometradores ahora agregan un segundo intercalar al tiempo atómico más o menos cada año y medio.
Además, por extraño que parezca, nuestros tictacs todavía son en segundos de la era de 1957, incluso con nuestros relojes atómicos modernos. Esto se debe a que la resonancia de frecuencia natural del cesio 133 se midió en 1957 y se juntó con la duración del segundo astronómico de ese año, un hecho que no cambiará ni siquiera cuando el segundo se vuelva a definir.
No estamos listos para el desafío
La redefinición está en curso porque los científicos han desarrollado nuevos instrumentos llamados relojes atómicos ópticos. Estos dispositivos funcionan con base en principios similares a los relojes de cesio, pero miden átomos que tienen una resonancia de frecuencia natural, o un tictac, mucho más veloz. Esas frecuencias están en el rango visible, u óptico, del espectro electromagnético, en vez del rango de las microondas, de ahí el nombre.
Hay varias especies de relojes ópticos y cada uno cuenta los tictacs de un átomo o un ion distinto: iterbio, estroncio, mercurio, aluminio y más. Hasta ahora, ninguna especie se ha posicionado como la clara favorita para la siguiente redefinición.
“En definitiva, los relojes ópticos no están listos para el desafío”, opinó Judah Levine, físico de la división de tiempo y frecuencia del NIST. “Son proyectos de laboratorio”.
En primer lugar, aunque están construidos para examinar ese tipo de átomos diminutos, la mayoría es enorme, más o menos del tamaño de una mesa de comedor pesada. Algunos llenan un laboratorio. También son difíciles de operar.
“Se necesita que un montón de especialistas estén encadenados a la mesa, por así decirlo”, comentó Levine. “No se trata de solo presionar un botón e irse”.
En total, en la actualidad, existen más o menos 20 o 30 relojes atómicos ópticos, aseguró Donley.
Hay tres en Boulder. Uno típico está instalado en un bloque de acero para aislarlo de las vibraciones del suelo. Está protegido de las perturbaciones del campo magnético de la Tierra. En su centro hay una cámara de vacío de más o menos 30 centímetros de diámetro que contiene el átomo o el ion que esté bajo escrutinio. Algunos relojes contienen un solo ion. Otros tienen miles del mismo tipo de átomo. Alcanzar nuevas alturas
¿Por qué necesitamos tanta precisión? En parte porque el tiempo no solo es el tiempo; tiene un vínculo con la gravedad y la masa, y recibe la influencia de estas. El tiempo tampoco es constante, a pesar de lo que pudiera sugerir la existencia de una norma internacional. Por ejemplo, la teoría de la relatividad general de Albert Einstein predice que el tiempo se mueve más lento cuando está cerca de un cuerpo enorme, como un planeta, porque lo detiene la fuerza de la gravedad.
Esto quiere decir que, si el tictac de un reloj cambia, aunque sea un poco, las condiciones físicas en las que el reloj esté situado también podrían haber cambiado. Tener la capacidad de leer estos cambios abre la posibilidad de que los relojes puedan detectar entidades como la materia oscura o las ondas gravitacionales, explicó Donley.
“Son pruebas muy exquisitas de física fundamental, un aspecto emocionante de los relojes ópticos”, agregó Donley.
Ya se realizó un experimento. En 2015, físicos del NIST estaban en los primeros días del desarrollo de sus relojes atómicos ópticos. Les desconcertaba el hecho de que los segundos se midieran de manera un tanto distinta entre los relojes, ubicados en laboratorios desperdigados por todo Boulder.
Luego, pensaron en la teoría de la relatividad general. ¿Estos relojes ópticos podrían responder a pequeños cambios en la gravedad?
Le pidieron a Derek van Westrum, físico del Estudio Geodésico Nacional, el cual es parte de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica, que investigara. En 2015 y 2018, Van Westrum midió las diferencias de altura entre los laboratorios donde estaban ubicados los relojes. Al igual que el tiempo, la altura está relacionada con la gravedad y la masa.
Sus técnicas tradicionales para estudiar la nivelación, las cuales miden la altura sobre el nivel del mar, encontraron que, en efecto, los relojes estaban a alturas distintas. Las mediciones ligeramente distintas del tiempo estaban registrando cambios minúsculos en el campo gravitacional. Un reloj iba más rápido que otro con solo estar un centímetro más arriba.
“El hecho de que en realidad haya un uso práctico para esa predicción descabellada de Einstein sobre la forma en que la masa y la gravedad afectan al tiempo, para mí es simplemente increíble”, comentó Van Westrum, mientras reía entre dientes.
Si varios relojes atómicos estuvieran colocados en distintas partes del mundo, los especialistas en geodesia podrían medir las diferencias de los tictacs entre ellos y por lo tanto las diferencias entre la altura y el campo gravitacional, mencionó Van Westrum. Por ejemplo, una red instalada cerca de un río que se está desbordando podría indicar hacia dónde fluirá el agua e identificar rutas de escape para los habitantes.
Esas posibilidades se encuentran en el futuro. En la actualidad, los físicos todavía están intentando hacer que los relojes ópticos se comuniquen entre sí a grandes distancias, un imperativo para medir el tiempo. Por ejemplo, los relojes ópticos no pueden comunicarse con eficiencia por medio de sistemas satelitales porque la medición satelital del tiempo todavía no es óptica.
Los físicos están avanzando a pasos agigantados. Un experimento reciente del NIST, publicado en Nature el año pasado, vinculó los tres relojes en Boulder por medio de fibra óptica y aire.
Además, los científicos están buscando ayuda en el cielo una vez más. Sin embargo, ahora, no es para rastrear los movimientos de los planetas ni las estrellas, sino para usar información de más allá de nuestra galaxia.
Por medio de interferometría de muy larga base, hace poco, investigadores de Italia y Japón intentaron vincular dos relojes atómicos ópticos separados por unos 8850 kilómetros. El experimento involucró varias antenas que leían señales de radio del espacio exterior lejano, para luego relacionar la información con los relojes atómicos.
Funcionó y, durante un momento, el tiempo y el espacio se fusionaron, mediados por las estrellas. Una foto sin fecha proporcionada por el Instituto Nacional de Normas y Tecnología muestra a científicos con una primera versión del reloj atómico de cesio en 1959. (NIST vía The New York Times). Científicos se preparan para redefinir el segundo, para que la unidad fundamental de tiempo sea más precisa y poderosa. (Jonathan Nkondo/The New York Times).