Por The New York Times | Tara Isabella Burton

LA CULTURA DE LA TERAPIA Y EL AUTOCUIDADO QUE SE PRESENTA EN LAS REDES SOCIALES SUELE PLANTEAR UN RECHAZO A NUESTRAS VIDAS COMUNITARIAS. PERO RESULTA QUE SOMOS ANIMALES SOCIALES.

Si tomamos como referencia lo que se dice en internet, la salud mental colectiva de Estados Unidos está en ruinas.

Antes de las elecciones de mitad de mandato, algunos de nosotros padecíamos un “trastorno por el estrés de las elecciones”; otros han abandonado Twitter, que ahora es propiedad de Elon Musk, como una manera de poner límites. Nuestras vidas políticas están saturadas del lenguaje y las imágenes que se utilizan en terapia. Lo mismo ha sucedido en nuestras vidas personales: el lenguaje para hablar del “trauma” y los “estilos de apego” se ha convertido en una manera común para comprendernos a nosotros mismos y a nuestras relaciones.

No tiene nada de malo que haya más conciencia sobre la importancia de la salud mental, sobre todo tras una pandemia agotadora. Pero en muchos casos, la prevalencia de lo que Katy Waldman de The New Yorker ha denominado la “terapia de Instagram” ha exacerbado una tendencia cultural más amplia hacia el solipsismo disfrazado de “autocuidado”. La idea del autocuidado, a su vez, se ha divorciado en gran medida de sus vínculos con el activismo y ahora suele usarse para enmarcar acciones placenteras individuales, por ejemplo, tomar un baño de burbujas o cancelar los planes, como algo loable, e incluso necesario, desde una perspectiva moral. La exhortación a cuidar de nosotros mismos, para proteger nuestro bienestar mental al precio que sea, se ha convertido en un mantra para una ideología que se ha vuelto dominante recientemente.

No es solo el hecho de que esta terapia de Instagram les dé a sus adeptos una excusa conveniente para no asistir a cenas con amigos o silenciar nuestros teléfonos cuando un amigo nos manda un mensaje llorando. Más bien, el problema es que, según este evangelio de autorrealización que se ha vuelto tan prevalente, la búsqueda de la felicidad privada se ha vuelto cada vez más celebrada en el ámbito cultural como el máximo objetivo. El ser “auténtico” —para usar otro término popular— se caracteriza por deseos personales y anhelos individuales. En cambio, las obligaciones, incluidas las obligaciones hacia personas imperfectas y a menudo difíciles, suelen plantearse como meras circunstancias desagradables, que perjudican la búsqueda solitaria de la mejor versión de nuestra vida. Los sentimientos se han convertido en una guía autorizada de lo que debemos hacer, a expensas de nuestro sentido de obligación comunal.

Un artículo publicado en septiembre que representa esta idea del ser, titulado “Tres cosas que hacer si EN SERIO quieres cancelar planes, pero te sientes culpable”, cita a una terapeuta que motiva a los lectores a preguntarse: “¿Cuáles de mis necesidades no se están satisfaciendo?”, para valorar los pros y contras de cancelar planes con amigos. La terapeuta insta a los lectores a “encontrar una solución que satisfaga la mayor cantidad posible de tus necesidades”. Las necesidades de los amigos a quienes se les cancelan los planes no se mencionan.

“Nos hemos retraído a una forma muy subjetivista del individualismo”, dijo Eva Illouz, profesora de Sociología en la Universidad Hebrea de Jerusalén y autora de Saving the Modern Soul: Therapy, Emotions, and the Culture of Self-Help. “Esto significa que nuestras emociones se han convertido en la justificación moral de nuestras acciones”. La mentalidad imperante, a decir de Illouz, es: “Siento algo, por lo tanto, tengo el derecho a exigir esto” o “desistir de una relación”.

Este diagnóstico no es nuevo. En 1966, el sociólogo Philip Rieff publicó The Triumph of the Therapeutic, una crítica de lo que él consideraba una cultura obsesionada con la realización propia y la plenitud personal a costa de conceptos como el deber, la virtud y la obligación colectiva. Más de cincuenta años después, con la tecnología del internet a nuestra disposición, jamás ha sido más fácil hacer públicos nuestros sentimientos privados, o encontrar a personas que los confirmen y validen mediante interacciones en línea.

Por supuesto, muchos terapeutas señalan que las atribuciones de la cultura de la terapia no representan lo que es la verdadera terapia clínica. Es importante que los especialistas ayuden a sus pacientes a diferenciar cómo se sienten respecto de una experiencia y “si esa sensación en realidad fue detonada por su propio trauma pasado”, explicó Traci Bank Cohen, una psicóloga que radica en Los Ángeles. Ella delimita una distinción entre validar los sentimientos de un paciente —hacer que la persona se sienta escuchada con compasión y atención— y afirmar una realidad falsa. Pero a medida que el lenguaje terapéutico ha salido de los consultorios, su cometido se ha ampliado y sus matices se han perdido. Nos hemos acostumbrado cada vez más a percibirnos como los protagonistas de nuestra propia vida y a los demás como obstáculos en nuestro camino.

Es fácil ver con cinismo la proliferación de la cultura de la terapia y el egocentrismo inherente que promueve. Pero creo que la creciente popularidad del diálogo en torno a la terapia no se debe tanto a un egoísmo generacional o cultural sino a un hambre cultural: la necesidad compartida de un marco de referencia para hablar sobre las preguntas fundamentales de nuestra existencia como seres humanos y un sentido compartido de que una buena vida depende de algo más que solo nuestras circunstancias materiales.

Tradicionalmente, la misión de encontrarle sentido a nuestra vida la dominaba la religión. Nuestras iglesias, sinagogas, mezquitas nos ofrecían respuestas a las preguntas más angustiantes de la vida: ¿Por qué sufrimos? ¿Cuál es mi propósito en la vida? ¿Por qué cometemos los mismos errores una y otra vez? Pero las instituciones religiosas ya no tienen el prestigio, ni la confianza pública, que alguna vez tuvieron.

Los estadounidenses están abandonado la religión organizada; el Centro de Investigaciones Pew estimó que el 30 por ciento de los estadounidenses no tenía una afiliación religiosa en 2020, un porcentaje que podría superar el 50 por ciento para 2070 si las tendencias recientes continúan. La confianza pública en las instituciones cívicas en general —desde las políticas hasta las periodísticas— sigue en declive.

Para algunos, el lenguaje y la cosmovisión de la terapia llena ese vacío. La terapia, en palabras de Illouz, “nos ayuda a encontrarle un significado al caos de nuestra vida. Nos ayuda a explicar por qué las cosas no funcionan y cómo podemos alcanzar la salvación”. Desde esa perspectiva, el aparente solipsismo de la cultura de la terapia —su invitación a mirar hacia el interior en lugar de buscar una autoridad externa— también podría ser su mayor atractivo: después de todo, si no confías en la sociedad que te rodea, tus propios sentimientos y percepciones comienzan a parecer mucho más confiables que los de todos los demás.

Sin embargo, es precisamente ese rechazo de nuestras vidas comunitarias lo que hace de la cultura de la terapia —al menos la versión que se presenta en las redes sociales y en la publicidad del bienestar— un sustituto tan imperfecto. La idea de que somos “auténticos” solo cuando nos aislamos de los demás, de que las partes más verdaderas y fundamentales de nuestra humanidad se pueden hallar en nuestros deseos y no en nuestras obligaciones, corre el riesgo de alejarnos de una de las verdades más importantes de la existencia humana: somos animales sociales. Y, aunque el llamamiento a romper con lo “tóxico”, o seguir el mantra de “vivir la mejor versión de tu vida”, o de que “eres suficiente” bien podría funcionarnos a algunos de nosotros en casos particulares, la normalización de narrativas de liberación personal amenaza con debilitar aún más nuestros lazos sociales de por sí desgastados. “Somos una especie relacional”, dijo Cohen, y añadió que necesitamos conectar “para realmente crecer y sobrevivir”.

Resulta que tal vez no somos suficiente, al menos no por nuestra cuenta. Necesitamos un relato cultural compartido que refleje eso.