Por The New York Times | Mark O’Connell

Hay plástico en nuestro cuerpo; está en nuestros pulmones, en nuestros intestinos y en la sangre que fluye a través de nosotros. No podemos verlo, ni podemos sentirlo, pero está ahí. Está en el agua que bebemos y en los alimentos que comemos, incluso en el aire que respiramos. No sabemos, todavía, cómo nos afecta, porque hace muy poco que somos conscientes de su presencia. Pero desde que nos enteramos, esta se ha convertido en una fuente de profunda y variopinta ansiedad cultural.

Tal vez no sea nada; quizá esté bien. Puede que este revoltijo de fragmentos —trozos de botellas de agua, neumáticos, envases de poliestireno, microesferas de cosméticos— nos recorra y no nos haga ningún daño en particular. Pero, aunque así fuese, seguiría estando el efecto psicológico de que haya plástico en nuestra carne. A este conocimiento adquirido le atribuimos un cierto y vago carácter apocalíptico; nos da la sensación de que es una venganza divina solapada, astuta y poéticamente apropiada. Quizá este haya sido siempre nuestro destino: alcanzar la comunión final con nuestra propia basura.

La palabra que utilizamos cuando hablamos de esta inquietante presencia en nuestro interior es “microplásticos”. Es una amplia categoría, en la que cabe cualquier pieza de plástico de menos de 5 milímetros de longitud. Este material, aun siendo muy pequeño, es casi siempre visible a simple vista. Puede que lo hayas visto en las fotografías que se usan para ilustrar los artículos sobre el tema: numerosos y diminutos fragmentos de muchos colores que se muestran en la yema del dedo, o en un montoncito vistoso en una cuchara. Pero también está lo que no se puede ver, más preocupante: los nanoplásticos, que son una fracción minúscula del tamaño de los microplásticos. Pueden atravesar las membranas entre las células, y se ha detectado su acumulación en el cerebro de los peces.

Hace tiempo que sabemos que causan daños a los peces. En un estudio publicado en 2018, se demostró que los peces expuestos a los microplásticos tenían niveles más bajos de crecimiento y reproducción; también se observó que sus descendientes, aun cuando no habían estado expuestos, también se reproducían menos, lo que hace pensar que los efectos de la contaminación afectan a varias generaciones. En 2020, otro estudio, realizado en la Universidad James Cook de Australia, demostró que los microplásticos alteran la conducta de los peces; unos mayores niveles de exposición suponen más riesgos para ellos y, por tanto, mueren antes.

El mes pasado, The Journal of Hazardous Materials publicó un estudio sobre los efectos de la ingesta de plástico en las aves marinas. Los investigadores presentaron indicios sobre una nueva enfermedad fibrótica a la que denominan “plasticosis”. Decían que las cicatrices en el tracto intestinal causadas por la ingestión de plásticos hacían a las aves más vulnerables a infecciones y parásitos, y también perjudicaba su capacidad para digerir los alimentos y absorber ciertas vitaminas.

Lo que hace más preocupante esta información no es, por supuesto, el bienestar de los peces o las aves marinas. Si a nosotros —y me refiero a la civilización humana— nos preocuparan los peces y las aves marinas, no estaríamos vertiendo cada año unos 11 millones de toneladas de plástico a los océanos, para empezar. Lo verdaderamente perturbador es la posibilidad de que se estén produciendo procesos similares en nuestro cuerpo, que los microplásticos puedan acortar nuestra vida y volviéndonos, al mismo tiempo, más bobos y menos fértiles. Por decirlo con las palabras de los autores del informe sobre la plasticosis, su investigación “suscita preocupación por otras especies afectadas por la ingesta de plásticos”, una categoría que incluye a nuestra especie.

Porque, del mismo modo que los peces tienen que nadar entre la nevasca de basura en que hemos convertido los mares, tampoco nosotros podemos evitarla. Uno de los elementos más inquietantes de esta situación con los microplásticos —en realidad no podemos llamarlo “crisis”, en este punto, porque desconocemos su nivel de gravedad— es su omnipresencia extrañamente democrática. A diferencia de, por ejemplo, los efectos del cambio climático, no importa quién seas ni dónde vivas: también te afecta. Puedes vivir en un recinto seguro en el lugar más remoto —a salvo de los incendios forestales y del aumento del nivel del mar— y exponerte a los microplásticos durante un chaparrón. Los científicos han encontrado microplásticos cerca de la cumbre del Everest y en la fosa de las Marianas, a casi 11.000 metros bajo la superficie del Pacífico.

En este contexto, la mayoría de los cambios que hacemos para tratar de protegernos de la ingesta de plásticos parecen bastante cosméticos. Puedes, por ejemplo, dejar de darle agua a tu hija en una taza de plástico, y que con ello sientas que estás haciendo algo para reducir su nivel de exposición, pero solo hasta que empiezas a pensar en todas esas tuberías de PVC por las que el agua ha tenido que pasar para llegar hasta ella.

En un estudio realizado el año pasado, en el que un grupo de investigadores italianos analizó la leche materna de 34 madres primerizas sanas, los microplásticos estaban presentes en el 75 por ciento de las muestras. Es una ironía particularmente cruel, dadas la relación que establecemos entre la leche materna y la pureza y lo natural y la intranquilidad de los padres respecto a calentar la leche en polvo en biberones de plástico. Esta investigación se produjo a raíz de la revelación, en 2020, de que se habían encontrado microplásticos en placentas humanas. Parece haberse convertido en algo casi definitorio: ser humano es contener plástico.

Reflexionar sobre esta realidad es atisbar una verdad más general: que nuestra civilización, nuestro estilo de vida, nos está envenenando. Aquí opera una extraña lógica psíquica: al llenar los océanos con los detritos plásticos de nuestras compras, al deshacernos sin ningún cuidado de las pruebas de nuestros inagotables deseos consumistas, hemos sido partícipes de algo que se asemeja a un proceso de represión. Y, como recalcó Freud, los elementos de la experiencia que reprimimos —los recuerdos, las impresiones, las fantasías— permanecen “prácticamente inmortales”; tras el paso de las décadas, se comportan como si acabaran de ocurrir”. Este material psíquico, “inalterable por el tiempo”, estaba destinado a volver y a inocular su veneno en nuestra vida.

¿No es esto lo que está ocurriendo con los microplásticos? Al fin y al cabo, el sentido del plástico es que es prácticamente inmortal. Desde el momento en que se convirtió en un componente de los productos de consumo masivo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, su éxito como material siempre ha sido indisociable de la facilidad con que se puede fabricar y de su suma durabilidad. Lo que le confiere utilidad es precisamente lo mismo que lo convierte en un problema. Y seguimos fabricando más, año tras año, década tras década. Pensemos en este dato: de todo el plástico fabricado desde que comenzó la producción a nivel industrial, más de la mitad se ha producido desde el año 2000. Podemos desecharlo, podemos engañarnos y pensar que estamos “reciclándolo”, pero no se irá para siempre. Volverá a aparecer en los alimentos que comemos y en el agua que bebemos. Perseguirá a la leche que los bebés maman de los pechos de sus madres. Como un recuerdo reprimido, se mantiene ahí, inalterable por el tiempo.

En la década de 1950, cuando la producción de plástico a nivel industrial empezó a definir la cultura material de Occidente, el filósofo francés Roland Barthes observó que la llegada de este material “mágico” estaba provocando un cambio en nuestra relación con la naturaleza. “La jerarquía de las sustancias ha quedado abolida; una sola las remplaza a todas: el mundo entero puede ser plastificado. Y también la vida, ya que, según parece, se comienzan a fabricar aortas de plástico”, escribió.

Prestar atención a lo que nos rodea es darse cuenta de la razón que tenía Barthes. Al teclear estas palabras, estoy pulsando con las yemas de los dedos las teclas de plástico de mi ordenador portátil; la silla en la que estoy sentado está acolchada con una especie de polímero de imitación de cuero; incluso la suave música de fondo que estoy escuchando mientras escribo llega directamente a mis cócleas a través de unos auriculares de plástico con Bluetooth. Puede que estas cosas no sean una fuente inmediata y grave de microplásticos, pero algún tiempo después de haber agotado su utilidad, quizá los consumamos en minúsculos fragmentos a través del suministro de agua. En el mar, casi todas estas partículas provienen de los polímeros de la pintura, mientras que en tierra la mayor proporción corresponde al polvo de los neumáticos y diminutas fibras de plástico de cosas como las alfombras y la ropa.

En 2019, un estudio encargado por la World Wide Fund for Nature reveló que una persona promedio puede estar consumiendo hasta 5 gramos de plástico semanales, lo que equivale, como dicen los autores del informe, a una tarjeta de crédito entera. El redactado era un tanto ambiguo: si podemos estar consumiendo el equivalente a una tarjeta de crédito, podemos suponer igualmente que también podríamos estar consumiendo mucho menos. Sin embargo, el informe tuvo mucha difusión mediática, y sus sorprendentes afirmaciones despertaron la inquieta imaginación pública. La elección de la tarjeta de crédito como imagen tenía su porqué: la idea de que nos estamos comiendo nuestro propio poder adquisitivo, de que podríamos estar contaminándonos con nuestro pertinaz consumismo, cala en el inconsciente como lo hace un concepto surrealista. Cuando lo pienso, no puedo evitar imaginarme echando mi tarjeta Visa a la batidora para añadírsela a mi smoothie.

Crímenes del futuro, la reciente película de David Cronenberg, comienza con una sobrecogedora escena de un niño pequeño agazapado en un cuarto de baño y comiéndose una papelera de plástico como si fuese un huevo de Pascua. La premisa de la película, o parte de ella, es que ciertos seres humanos han desarrollado la capacidad de comer y absorber el plástico y otras sustancias tóxicas. Como dice uno de los personajes: “Es hora de que la evolución humana se sincronice con la tecnología humana. Tenemos que empezar a alimentarnos de nuestros propios residuos industriales. Es nuestro destino”.

A pesar de lo grotesco del argumento de la película, también es perversamente optimista: nuestra mayor esperanza podría ser un salto evolutivo que nos permita vivir en el desastre que hemos causado (aunque podría decirse que es solo optimista en el sentido en que lo es Una modesta proposición, de Jonathan Swift). En las entrevistas que le realizaron con motivo del estreno de la película, Cronenberg expresó su preocupación por las recientes noticias sobre la presencia de microplásticos en el torrente sanguíneo humano: “Quizá el 80 por ciento de la población humana tenga microplásticos en la carne”, dijo en una entrevista. “Así que nuestro cuerpo es más diferente de lo que nunca ha sido el cuerpo humano en la historia. Y esto no va a desaparecer”.

Como padre, me debato entre el deseo de proteger a mis hijos de los microplásticos —junto con todas las demás cosas de las que quiero protegerlos— y la sospecha de que en gran medida podría ser un esfuerzo en vano. Una búsqueda rápida en Google reveló que estas preocupaciones son cada vez más comunes en los padres y que cada vez se le dedican más contenidos en internet. En un artículo sobre la protección de los niños frente a los microplásticos, leí que hay que evitar que se abracen a los peluches en la cama, que esas bestias inesperadamente amenazantes deben ponerse a buen recaudo en el baúl de los juguetes, en vez de que se queden tiradas por ahí en la habitación o en la cama del niño (más adelante, en el mismo artículo, el científico medioambiental también aconseja no inculcar el miedo a nuestros hijos). Por mucho que quiera reducir al mínimo las amenazas ambientales para mis hijos, tampoco quiero ser el tipo de padre que insiste en que los peluches se guarden en el baúl de los juguetes cuando no se están utilizando, porque, de todas las amenazas ambientales, la que más ansío contrarrestar es la de mi propia neurosis.

Y, si bien la preocupación por los microplásticos es obviamente compatible con los discursos generales del ecologismo y el anticonsumismo, no se circunscribe al interés de personas de izquierdas y liberales como yo. Joe Rogan, quizá el principal difusor de la masculinidad torpe, lleva varios años hablando del tema. En un episodio de su pódcast del año pasado, Rogan expresó su preocupación por el alarmante efecto de los ftalatos, una sustancia química utilizada para aumentar la durabilidad de los plásticos, en el torrente sanguíneo humano: los bebés nacían con “manchas” más pequeñas (aclaró que la “mancha” es la distancia entre el pene y el ano).

No solo las manchas de los bebés menguaban a un ritmo alarmante: también los penes y los testículos. “Esto es una barbaridad, porque está cambiando el perfil hormonal y los sistemas reproductores de los seres humanos, y nos está haciendo más débiles, nos está haciendo menos masculinos”, dijo. Un invitado señaló que había ciertas contrapartidas: vivir en el mundo moderno conlleva una exposición sin precedentes a dichas sustancias químicas, pero también más longevidad. “Algo así, pero vives mal”, dijo Rogan. Así como el cambio climático y la contaminación son tradicionalmente preocupaciones de la izquierda, los efectos demográficos del descenso de la natalidad son un motivo de inquietud para los conservadores. En otras palabras: sea cual sea la hipótesis apocalíptica que prefieras, ahí estarán los microplásticos.

Los microplásticos se han instalado en el torrente sanguíneo cultural, y su prevalencia en el espíritu de la época se puede explicar en parte por nuestra incertidumbre sobre qué significa, desde el punto de vista patológico, que estemos cada vez más llenos de plástico. Esta ambigüedad también nos permite atribuir toda clase de malestares, tanto culturales como personales, a esta nueva información sobre nosotros mismos. Todo este asunto tiene una extraña resonancia alegórica. Nos sentimos psíquicamente desfigurados, corrompidos en nuestra alma, por una dieta constante de basura figurativa del tecnocapitalismo: por las inacabables pantallas de TikToks inanes y de grabaciones descerebradas, por los influyentes de Instagram que apuntan a cajas de texto mientras hacen bailecitos, por la infinita proliferación de contenidos basura generados por IA. Sentimos que nuestra fe en el propio concepto del futuro se licua en general al mismo ritmo que los casquetes polares. La idea de que unos microscópicos trozos de basura atraviesen la barrera hematoencefálica parece una forma apropiada y oportuna de entrar en los anales del imaginario apocalíptico.

Y el aura de indeterminación científica que rodea el tema —quizá estas cosas estén causando daños inimaginables a nuestro cuerpo y nuestro cerebro; por otro lado, tal vez esté bien— le confiere un toque ligeramente histérico. No sabemos cómo nos afectan estos plásticos y, por tanto, los diversos malestares que podemos atribuirle de forma plausible son infinitos. Quizá sean los microplásticos lo que te provoca depresión. Quizá sean los microplásticos lo que te causa un resfriado a partir de Navidad en adelante. Quizá sean los microplásticos los que impiden que tú y tu pareja puedan concebir, o lo que te provoca la pereza y la apatía, o el deterioro precoz de tu memoria. Quizá fueron los microplásticos los que te provocaron el cáncer de estómago, o el tumor cerebral.

Yo mismo soy susceptible a esta tendencia. Hace unos años, me diagnosticaron EEI (enfermedad inflamatoria intestinal), una enfermedad autoinmune crónica. Como suele ocurrir con este tipo de afecciones, surgió de la nada, sin causa conocida. No es mortal, pero ha habido periodos en los que me sentí lo suficientemente enfermo para no poder trabajar durante una o dos semanas seguidas, y en los que he estado tan cansado que apenas podía levantarme del sofá para irme a la cama por la noche. Cada ocho semanas, me presento en la sala de infusiones, donde me enganchan a una bolsa que contiene una solución líquida de un anticuerpo monoclonal. (Estas bolsas, por supuesto, están hechas de algún tipo de polietileno, y, mientras te cuento esto, debes imaginarme encogiendo aparatosamente los hombros, como muestra de mis abundantes reservas de ironía estoica).

En 2021, en un estudio publicado en la revista Environmental Science and Technology, se descubrieron que los niveles de microplásticos hallados en las muestras de heces de las personas a las que se les había diagnosticado la EEI, aunque por lo demás sanas, eran considerablemente más altos respecto a las personas sin EEI. No se estableció una causalidad directa, pero dado que en otros estudios anteriores con animales de laboratorio se ha determinado que la ingesta de microplásticos provoca inflamación intestinal, no parece descabellado suponer que pueda haber alguna relación.

Cuanto más tiempo pasaba documentándome para este ensayo, más me preguntaba si los microplásticos podían ser la causa originaria de mi enfermedad. Mi intención aquí no es hacer ninguna afirmación fáctica, ni en un sentido ni en otro, porque no sé lo suficiente para hacerlo. De hecho, lo que quiero decir es precisamente que esa falta de certeza genera su propia y peculiar energía. Creo que es al menos posible que mi enfermedad se deba a los microplásticos, pero es igual de posible que no. Y soy consciente de que esta ambigüedad es extrañamente seductora, de que es en este páramo epistemológico donde se erigen los grandes y tambaleantes edificios de las conspiraciones y las conjeturas.

Al menos hasta que sepamos bastante más de lo que sabemos ahora, hablar de los microplásticos puede hacerse raro, como hablar de los efectos nocivos de la radiación de los teléfonos móviles (si te gustaron las estelas químicas, ¡te encantarán los microplásticos!). Llegará el momento, tarde o temprano, en el que sabremos cómo nos afectan los microplásticos, pero, hasta entonces, el tema seguirá siendo muy ambiguo y, por tanto, muy sugerente.

Pero ¿no es evidente que es un poco absurdo decir que no sabemos si nos perjudica que tengamos plástico en la sangre? ¿Qué medida del perjuicio es esta, que debemos esperar a los resultados de las pruebas para decidir hasta qué punto preocuparnos por los miles de pequeños fragmentos de basura que circulan por nuestras venas? Sin duda, su presencia es ya lo bastante alarmante de por sí; y, sin duda, esta presencia, en cualquier caso, se registra con la misma intensidad tanto en el plano psíquico como en el fisiológico.

Entre las imágenes más imborrables y angustiosas del daño causado a la naturaleza por nuestro imprudente e incesante consumo de plásticos se encuentra una serie de fotografías del artista Chris Jordan, titulada Midway: mensaje del giro. Cada una de esas fotografías muestra el cuerpo de un albatros en uno u otro estado de descomposición avanzada. En el centro de cada uno de los cadáveres extendidos y disecados se encuentra el cúmulo de variopintos objetos de plástico que el ave había ingerido antes de morir. El horror de esas imágenes reside en la contraposición surrealista de los elementos orgánicos e inorgánicos, en el desconcertante volumen de plástico que contienen sus tractos digestivos. Los cadáveres de estas otrora hermosas criaturas regresan lentamente a la tierra, pero la basura humana que los hizo enfermar permanece inviolable, inalterable por el tiempo: tapones de pasta de dientes y de botellas, encendedores enteros que parece que aún funcionarían perfectamente, muñecos diminutos y otros mil rastros inidentificables de nuestra productividad desquiciada y nuestros despreocupados deseos.

Todo este asunto de los microplásticos está tocado por una pesadillesca lucidez, porque lo entendemos como un síntoma de una enfermedad más grave. El inimaginable daño que le hemos causado al planeta —que se le hace al planeta, en nuestro nombre, en cuanto consumidores— está afectando, de esta surrealista y espeluznante manera, a nuestro cuerpo. Cuando miramos los cuerpos en descomposición de esas aves llenas de basura, sabemos que no miramos solo lo que le estamos haciendo al mundo, sino también lo que nuestro mundo dañado nos está haciendo a nosotros.