Por The New York Times | Rob Copeland
En un laboratorio camuflado que se ubica entre los campus de la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts, un grupo disidente de científicos está en busca del siguiente fármaco que valga miles de millones de dólares.
Este grupo, financiado con 500 millones de dólares procedentes de algunas de las familias de empresarios más ricas de Estados Unidos, ha causado revuelo en el mundo de la academia al ofrecer salarios millonarios para atraer a profesores universitarios muy prestigiados hacia la búsqueda de una recompensa lucrativa. Dicen que su objetivo es esquivar los obstáculos y los trámites que ralentizan las vías tradicionales de la investigación científica en las universidades y las empresas farmacéuticas, y así descubrir muchos medicamentos nuevos (al principio, para tratar el cáncer y enfermedades cerebrales) que puedan producirse y venderse de manera rápida.
Está de moda la arrogancia de las empresas emergentes y muchos exacadémicos han abierto empresas de biotecnología con la esperanza de hacerse ricos con algún gran descubrimiento. Este grupo, llamado de manera petulante Arena BioWorks, en referencia a la cita de Teddy Roosevelt, no tiene un concepto singular, pero sí una chequera muy grande.
“Yo no me disculpo por ser capitalista y no tiene nada de malo esa motivación por parte del equipo”, comentó el magnate de la tecnología Michael Dell, uno de los ricos patrocinadores del grupo. Otros de ellos son una heredera de la fortuna de la empresa de sándwiches Subway y uno de los propietarios del equipo Boston Celtics.
Lo malo es que, durante décadas, muchos descubrimientos de medicamentos no solo han tenido lugar en los colegios y universidades, sino que han producido ganancias que ayudaron a llenar sus arcas de donaciones. Por ejemplo, la Universidad de Pensilvania ha mencionado que ganó cientos de millones de dólares por la investigación de las vacunas de ARNm usadas contra la COVID-19.
Bajo este modelo, cualquier ganancia imprevista seguiría siendo privada.
Arena ha estado operando de manera discreta desde principios del otoño, antes de que estallaran los disturbios sobre Israel y Hamás en las universidades donde se encuentra. No obstante, los investigadores que han llegado a este nuevo laboratorio mencionan que el impulso detrás de este grupo se está haciendo más fuerte a medida que la reputación de las instituciones superiores se ve afectada. Los científicos afirman que se sienten frustrados por la lentitud y los empantanamientos en su empleo previo, así como la “desastrosa” paga de la que habló una persona recién contratada, J. Keith Joung, quien trabajaba en el Hospital General de Massachusetts antes de llegar a Arena.
“Anteriormente se consideraba un fracaso irse de la academia para trabajar en la industria”, señaló Joung, un patólogo que ayudó a diseñar la herramienta de edición genética llamada CRISPR, por su sigla en inglés. “Ahora el modelo ha dado un giro”.
La motivación detrás de Arena tiene componentes científicos, económicos y hasta emocionales. Sus patrocinadores iniciales empezaron a considerar la idea a finales de 2021 durante una charla en una mansión de Austin, Texas, donde Dell, junto con el primer inversionista de Facebook, James W. Breyer, y uno de los dueños de los Celtics, Stephen Pagliuca, se quejaron unos con otros acerca de las solicitudes de dinero aparentemente interminables de los recaudadores de fondos colegiados.
Pagliuca había donado cientos de millones de dólares a sus alma mater, la Universidad Duke y Harvard, que se dedican principalmente a la ciencia, lo que le valió puestos en cuatro juntas consultivas de esas instituciones. Pero se le empezó a ocurrir que no tenía ninguna idea concreta de lo que todo ese dinero había producido, excepto por tener su nombre en unas cuantas placas afuera de diversos edificios universitarios.
Durante los meses subsecuentes, esos patrocinadores iniciales hicieron equipo con un inversionista de capital de riesgo y médico de formación de Boston, Thomas Cahill, para diseñar un plan. Cahill comentó que ayudaría a encontrar académicos frustrados dispuestos a renunciar a su cargo universitario de planta, ganado con tanto esfuerzo, así como a científicos de empresas como Pfizer a cambio de una buena tajada de las ganancias de cualquier medicamento que descubrieran. Los patrocinadores multimillonarios de Arena conservarán el 30 por ciento, y el resto será para los científicos y gastos generales.
Desde luego que la ciencia con fines de lucro no es nada nuevo; la industria farmacéutica de 1,5 billones de dólares nos brinda muchas pruebas de ello. Los empresarios como Jeff Bezos y Peter Thiel han invertido cientos de millones de dólares en empresas emergentes cuyo fin es extender la vida de los seres humanos, y muchísimas empresas farmacéuticas han asaltado las universidades en busca de talentos.
Un gran porcentaje de los fármacos surgieron gracias a becas gubernamentales o universitarias, o una combinación de ambas. De acuerdo con la revista científica PNAS, de 2010 a 2016, cada uno de los 210 medicamentos nuevos aprobados por la Administración de Alimentos y Medicamentos estaban ligados a investigaciones financiadas por los Institutos Nacionales de Salud. Un estudio de 2019 del exdecano de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, Jeffrey Flier, reveló que una mayoría de las “nuevas perspectivas” en materia de biología y enfermedades procedía de la academia.
Ese sistema tiene ventajas históricas. Las universidades, casi siempre ayudadas por no tener fines de lucro, cuentan con un suministro casi ilimitado de asistentes de investigación que ayudan a los científicos con las primeras etapas de sus investigaciones. Los fármacos revolucionarios, entre ellos la penicilina, nacieron de este modelo.
Los científicos e investigadores señalan que el problema es que las aprobaciones institucionales de las universidades que permiten el avance de investigaciones prometedoras pueden tardar años. Este proceso, destinado a filtrar propuestas poco realistas y proteger la seguridad, puede implicar la redacción de largos ensayos que quizás consumen más de la mitad del tiempo de algunos científicos. Cuando al fin llega el financiamiento, por lo general la idea inicial de la investigación ya no tiene validez y entonces arranca un nuevo ciclo de solicitudes de becas para proyectos que seguramente serán obsoletos en su momento.
Stuart Schreiber, un investigador veterano de la Universidad de Harvard que renunció para convertirse en el científico principal de Arena, comentó que sus ideas menos convencionales pocas veces tenían apoyo. “Llegó el punto en que me di cuenta de que la única manera de obtener financiamiento era solicitar estudiar algo que ya se hubiera hecho”, señaló Schreiber.
El prestigio de Schreiber —quien es un bioquímico pionero en áreas como las pruebas de ADN— ayudó a Arena a atraer a casi 100 investigadores. La Universidad de Harvard no quiso hacer comentarios sobre su salida ni la de otros que él ayudó a captar.
Un aire de opacidad se ha arremolinado en torno a las operaciones de Arena. Joung, quien renunció el año pasado al Hospital General de Massachusetts, comentó que no les dijo a sus excompañeros dónde iba a trabajar y que varios le habían preguntado si tenía alguna enfermedad terminal. Cahill mencionó que a varios científicos que contrató de inmediato les habían deshabilitado su acceso al correo electrónico de la universidad y habían recibido graves amenazas legales de represalias si trataban de reclutar a excompañeros, un fenómeno común en el mundo empresarial que se considera un fuerte golpe en la academia.
Entre los cinco multimillonarios que respaldan a Arena están Michael Chambers, un gigante del sector manufacturero y el hombre más rico de Dakota del Norte, y Elisabeth DeLuca, viuda de uno de los fundadores de la cadena Subway. Cada uno ha invertido 100 millones de dólares y esperan duplicar o triplicar su inversión en rondas posteriores.
Schreiber señaló que se necesitarían años —más financiamiento de miles de millones de dólares— para que el equipo supiera si su modelo dio lugar a la producción de medicamentos útiles.
“Si va a ser mejor o peor, no lo sé, pero vale la pena intentarlo”, señaló Schreiber.
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