Por The New York Times | Eliane Brum
El 17 de febrero, Aruká Juma, el último varón del pueblo indígena juma en la Amazonía brasileña, falleció de COVID-19 en un hospital en Porto Velho, la capital del estado de Rondônia, al norte de Brasil. Juma, quien nació en la década de 1930 en un poblado selvático a orillas del río Açuã, a unos 724 kilómetros de Manaos, la capital del estado de Amazonas, representó a su comunidad y al mundo que habitaban. Era como los árboles gigantes de la Amazonía y se vino abajo.
La historia de Aruká es también la del bosque tropical más grande del mundo. Sus ancestros y los de otros grupos indígenas plantaron muchos de los árboles de la Amazonía antes de la llegada de los colonizadores europeos en 1500. Cuando los colonizadores comenzaron a explotar sus bosques para el comercio global, sus pueblos fueron diezmados. Al igual que los juma, la Amazonía está en peligro de extinción.
La gran mayoría de los pueblos indígenas de la Amazonía fueron aniquilados entre los siglos XVI y XIX por enfermedades y masacres a manos de los colonizadores. En la primera mitad del siglo XX, con la expansión del comercio del caucho, la minería y la agroindustria, docenas de grupos indígenas desaparecieron. La explotación de los recursos de la Amazonía continuó y, a principios de la década de 1960, muchos de los juma fueron ejecutados de manera sistemática por invasores en su territorio. Algunos asesinos jugaban a lanzar a niños al aire y atravesarlos con machetes antes de que cayeran al suelo.
La población juma se redujo de unas 12.000 o 15.000 personas en el siglo XVIII a alrededor de 100 en 1943. Una masacre en 1964 dejó solo siete sobrevivientes. Ninguno de los responsables ha rendido cuentas por sus crímenes.
En 1985, tras 21 años de dictadura cívico-militar, Brasil regresó a la democracia. Tres años después, una nueva Constitución declaró que las tierras ancestrales seguirían siendo públicas, pero les garantizó a los pueblos indígenas el derecho exclusivo a utilizarlas. La Constitución también estableció que los territorios indígenas se demarcarían en un periodo de cinco años. Sin embargo, dada la presión en distintos frentes políticos y económicos, la fecha límite pasó y docenas de pueblos siguen luchando por la demarcación, que es la principal fuente de conflicto territorial en Brasil. No fue sino hasta 2004 que las tierras de los juma fueron declaradas protegidas.
En 1998, la Fundación Nacional del Indio, o FUNAI, la agencia gubernamental responsable de las políticas relacionadas con los pueblos indígenas, desplazó a Juma, sus hijas y una pareja de adultos mayores de sus tierras de más de 38.000 hectáreas en el municipio de Canutama en la Amazonía y los llevó al territorio más grande de los uru eu wau wau, un pueblo que habla una lengua similar y vive en el estado vecino de Rondônia.
El aparente motivo del traslado fue proteger a los juma de la extinción, pero la mudanza no careció de polémica. Según la Constitución de Brasil, los pueblos indígenas solo pueden ser retirados de sus tierras en caso de un desastre o una pandemia que amenace sus vidas y tienen derecho a regresar cuando haya pasado el riesgo. Al poco tiempo de su traslado, la pareja tuvo dificultades para adaptarse y falleció, según el antropólogo Edmundo Antonio Peggion, quien hizo una investigación sobre los juma a finales de siglo. Entonces, Juma se convirtió en el último varón vivo de su pueblo.
Durante 14 años, Aruká libró una batalla legal para que lo enviaran de vuelta a su tierra ancestral. Sus hijas se casaron con hombres uru eu wau wau y tuvieron hijos. En 2012, varios familiares y él regresaron al territorio juma. Una de sus hijas, Mandeí Juma, asumió el puesto de jefa, reflejo de una tendencia más amplia de mujeres indígenas al frente de la lucha por la supervivencia de la Amazonía.
Cuando Aruká murió, una parte significativa de la Amazonía murió con él. Sus cuatro hijas y 14 nietos están tratando de preservar las tradiciones del pueblo juma. Algunos de ellos han incluido el nombre Juma antes de su apellido uru eu wau wau, una práctica poco común en la cultura patrilineal de los juma. “El gobierno no lo cuidó y ahora nosotros tenemos que asegurarnos de preservar el legado de mi abuelo”, le dijo a la BBC uno de sus nietos, Bitaté Uru-eu-wau-wau, de 20 años. “Él sigue con nosotros. Vive con nosotros. Representa a nuestro pueblo por medio de sus nietos y sus futuros nietos”. Bitaté Uru-eu-wau-wau ha creado un grupo de vigilancia para ayudar a proteger el territorio indígena de los invasores.
La muerte de Aruká a causa de la COVID-19 es un recordatorio de cómo Jair Bolsonaro y su gobierno han permitido la propagación del coronavirus en las comunidades indígenas y se han aprovechado de que la atención nacional está centrada en sobrevivir la pandemia para intensificar su ataque contra la selva amazónica y debilitar aún más las protecciones ambientales.
Durante su campaña para la presidencia en 2018, Bolsonaro, cuya base de simpatizantes incluye a mineros, madereros y otros actores dispuestos a destruir la Amazonía con tal de ganar dinero, prometió abrir la selva tropical brasileña a la producción de soya, la actividad ganadera, la minería y la construcción de redes ferroviarias y carreteras. También prometió que no demarcaría ni “un centímetro” más de tierras indígenas.
De agosto de 2019 a julio de 2020, según los datos del Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil, se deforestaron 11.088 kilómetros cuadrados de la Amazonía, un área un poco más pequeña que Connecticut. En febrero, mientras la pandemia seguía extendiéndose, Bolsonaro presentó un proyecto de ley en el Congreso Nacional de Brasil para legalizar la minería en tierras protegidas. Si se aprueba, esa ley podría desatar una destrucción letal.
Las organizaciones indígenas han acusado a Bolsonaro de usar la pandemia para empujar a sus comunidades hacia la extinción. Al inicio de la emergencia de salud pública, no adoptó medidas para proteger a los pueblos indígenas del coronavirus hasta que el Supremo Tribunal Federal le ordenó que lo hiciera.
En julio de 2020, Bolsonaro incluso vetó algunas disposiciones de una ley que buscaban garantizar la atención médica de emergencia para los pueblos indígenas, así como otras herramientas básicas para sobrellevar la pandemia, como agua potable y acceso a la información. En agosto, el Congreso anuló su veto. Hasta hace poco, el Supremo Tribunal aprobó algunas medidas de su plan de salud de emergencia para las comunidades indígenas. Sus tres propuestas anteriores fueron rechazadas por no ser suficientemente cabales.
El gobierno de Bolsonaro también ha hecho muy poco o nada para retirar a los que son considerados los portadores principales de infección en la Amazonía: decenas de miles de mineros ilegales. Se estima que al menos 20.000 mineros ocupan las tierras yanomamis, en la Amazonía y el estado cercano de Roraima.
En una carta pública, las organizaciones indígenas han denunciado al gobierno de Bolsonaro por no haber erigido una barrera sanitaria para proteger de la exposición al pueblo juma que es sumamente vulnerable, como lo ordenó el Supremo Tribunal. Si hubiera existido una barrera sanitaria, quizá no habríamos perdido a Aruká. En febrero, la agencia de periodismo de investigación Amazônia Real informó que Aruká recibió un tratamiento con azitromicina, ivermectina y otros medicamentos que, si bien son distribuidos de manera generalizada por el gobierno de Bolsonaro, la Organización Mundial de la Salud afirma que no son eficaces para tratar la COVID-19.
Si la comunidad internacional no actúa con rapidez, las políticas más generales responsables de las condiciones de la muerte de Aruká Juma podrían augurar el fin de la selva amazónica.
La destrucción de este bosque tropical no solo pone en peligro la lucha contra la emergencia climática; también pone en riesgo los esfuerzos para contener la pandemia. La Amazonía es un depósito importante a nivel mundial de carbono y virus transmitidos por aire y si se sigue destruyendo, el planeta podría ver una mayor concentración de carbono en la atmósfera y más pandemias. Algunos estudios han demostrado que los patógenos son más propensos a saltar de portadores animales a humanos en áreas deforestadas y luego propagarse en núcleos urbanos, que en bosques saludables y ricos en biodiversidad que actúan como una barrera natural contra las enfermedades.
Brasil ha sufrido uno de los brotes de coronavirus más letales del mundo y Bolsonaro está convirtiendo uno de los contenedores de carbono más grandes del planeta en una fuente de emisiones. En un mundo asediado por la enfermedad y un caos climático, no solo está en juego el futuro del pueblo juma, sino también el futuro de la próxima generación de humanos.