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Medioambiente

Por The New York Times

El cambio climático y su lugar en las terapias psicológicas

En el pasillo de los bocadillos de Trader Joe’s, a Alina Black le llegaba una oleada de culpa y vergüenza que le erizaba la piel.

08.02.2022 13:12

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2022-02-08T13:12:00-03:00
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Por The New York Times | Ellen Barry

En el pasillo de los bocadillos de Trader Joe’s, a Alina Black le llegaba una oleada de culpa y vergüenza que le erizaba la piel.

Se trataba de algo tan simple como las nueces. Venían envueltas en plástico, a menudo en capas, que ella imaginaba saliendo de su casa y viajando a un vertedero, donde permanecerían durante toda su vida y la de sus hijos.

Ansiaba, realmente anhelaba, dejar menos huella en la Tierra. Pero también tenía un bebé en pañales, un trabajo a tiempo completo y un niño de 5 años que quería bocadillos. A los 37 años, esas fuerzas conflictivas se cerraban lentamente sobre ella, como un par de mandíbulas.

A primera hora de la mañana, después de amamantar al bebé, caía por un hoyo negro, viendo noticias sobre sequías, incendios y extinción masiva. Luego se quedaba quieta con la vista fija en la oscuridad.

Por eso, hace casi seis meses, buscó en internet “ansiedad climática” y encontró el nombre de Thomas J. Doherty, un psicólogo de Portland especializado en el clima.

Hace una década, Doherty y una colega, Susan Clayton, profesora de Psicología en el College of Wooster de Ohio, publicaron un artículo en el que proponían una idea nueva. Argumentaban que el cambio climático tendría un poderoso efecto psicológico, no solo en las personas que lo sufren, sino en las que lo siguen a través de las noticias y las investigaciones. En aquel momento, la idea se consideraba especulativa.

Ese escepticismo está desapareciendo. La ecoansiedad, un concepto introducido por jóvenes activistas, ha entrado en el vocabulario habitual. Y las organizaciones profesionales se apresuran a ponerse al día, explorando enfoques para tratar la ansiedad que es a la vez existencial y, según muchos, racional.

Aunque hay pocos datos empíricos sobre tratamientos eficaces, el campo está creciendo con gran velocidad. La Alianza de Psicología del Clima ofrece un directorio en línea de terapeutas sensibilizados en torno al clima; la Red del Buen Dolor, una red de apoyo entre pares que sigue el modelo de los programas de adicción de doce pasos, ha generado más de 50 grupos; han empezado a aparecer programas de certificación profesional en psicología del clima.

En cuanto a Doherty, son tantas las personas que acuden a él por este problema que ha creado toda una consulta en torno a ese tema: una estudiante de 18 años que a veces experimenta ataques de pánico tan graves que no puede levantarse de la cama; un geólogo glacial de 69 años que a veces se siente abrumado por la tristeza cuando mira a sus nietos; un hombre de 50 años que estalla de frustración por las elecciones de consumo de sus amigos, incapaz de tolerar su charla sobre las vacaciones en la Toscana, Italia.

La aparición de este campo ha generado resistencia, por diversas razones. Los terapeutas han sido entrenados durante mucho tiempo para mantener sus propios puntos de vista fuera de sus prácticas. Además, muchos líderes en salud mental afirman que la ansiedad por el cambio climático no es diferente, clínicamente, de la ansiedad causada por otras amenazas sociales, como el terrorismo o los tiroteos en las escuelas. Mientras tanto, algunos activistas climáticos desconfían de ver la ansiedad por el clima como un pensamiento disfuncional, que debe ser aliviado o, peor aún, curado.

Pero Black no estaba interesada en argumentos teóricos; necesitaba ayuda de inmediato. “Siento que he desarrollado una fobia a mi forma de vida”, comentó.

Una idea aislada se generaliza

El otoño pasado, Black inició sesión para su primera reunión con Doherty, quien se sentó, en video, frente a una fotografía grande y brillante de árboles de hoja perenne.

A los 56 años, es una de las autoridades más visibles sobre el clima en psicoterapia y conduce un pódcast: “Cambio climático y felicidad”. En su práctica clínica, va más allá de los tratamientos estándar para la ansiedad, como la terapia cognitiva conductual, a otros más oscuros, como la terapia existencial, concebida para ayudar a las personas a combatir la desesperación, y la ecoterapia, que explora la relación del cliente con el mundo natural.

Él no tomó el camino habitual hacia la psicología; después de graduarse de la Universidad de Columbia en Nueva York, viajó por todo el país pidiendo aventón, trabajó en barcos de pesca en Alaska, luego como guía de “rafting” en aguas bravas —“todo muy a la Jack London”— y como recaudador de fondos de Greenpeace. Al ingresar a la escuela de posgrado a los 30 años, se enamoró naturalmente de la disciplina de la “ecopsicología”.

En aquella época, la ecopsicología era, como él decía, un “área cuestionable”, con colegas que profundizaban en rituales chamánicos y en la ecología profunda de Jung. Doherty tenía un enfoque más convencional, sobre los efectos fisiológicos de la ansiedad. No obstante, había recogido una idea que, en aquel momento, era novedosa: que las personas podían verse afectadas por el deterioro ambiental aunque no estuvieran físicamente atrapadas en una catástrofe.

Las investigaciones recientes no dejan lugar a dudas de que esto ocurre. Una encuesta realizada en diez países a 10.000 personas de entre 16 y 25 años, publicada el mes pasado en The Lancet, reveló índices de pesimismo sorprendentes. El 45 por ciento de los encuestados afirmó que la preocupación por el clima afectaba de manera negativa su vida cotidiana. Tres cuartas partes dijeron que creían que “el futuro es aterrador” y el 56 por ciento aseguró que “la humanidad está condenada”.

El golpe a la confianza de los jóvenes parece ser más profundo que con amenazas anteriores, como la guerra nuclear, explicó Clayton. “Definitivamente hemos enfrentado grandes problemas antes, pero el cambio climático se describe como una amenaza existencial”, aseguró. “Afecta la sensación de seguridad de las personas de una manera básica”. ‘Obviamente, sería bueno ser feliz’

Muchos de los clientes de Doherty lo buscaron después de que les resultó difícil hablar sobre el clima con un terapeuta anterior.

Caroline Wiese, de 18 años, describió a su terapeuta anterior como “una típica neoyorquina a la que le gusta seguir la política y leía The New York Times, pero tampoco sabía qué era una Curva de Keeling”, refiriéndose al registro diario de la concentración de dióxido de carbono.

Wiese tenía poco interés en “tonterías freudianas”. Buscó a Doherty para que la ayudara con un problema concreto: los datos que estaba leyendo le causaban “episodios de pánico de varios días” que interferían con su trabajo escolar.

En sus sesiones, ha trabajado para procesar cuidadosamente lo que lee, algo que dice necesitar para mantenerse estable durante toda una vida de trabajo sobre el clima. “Obviamente, sería bueno ser feliz, pero mi objetivo simplemente es poder funcionar”, agregó. En cuanto a Black, nunca había aceptado del todo las ambiguas garantías de su terapeuta anterior. Una vez que hizo una cita con Doherty, contaba los días. Tenía la loca esperanza de que él dijera algo que sencillamente hiciera que la carga emocional se disipara.

Eso no ocurrió. Gran parte de su primera sesión se dedicó a su exploración de noticias negativas en internet, especialmente durante las horas nocturnas. Le pareció que fue un pinino.

“¿Necesito leer este décimo artículo sobre la cumbre climática?”, practicó preguntarse a sí misma. “Quizá no”.

Un nudo se afloja: ‘Habrá días buenos’

Varias sesiones iban y venían antes de que algo realmente sucediera.

Black recuerda haber ido a una cita sintiéndose angustiada. Había estado escuchando la cobertura radiofónica de la reunión del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático en Glasgow, Escocia, y escuchó que entrevistaban a un científico. Lo que percibió en su voz fue resignación pura.

Ese verano, Portland había quedado atrapada bajo un sistema de alta presión conocido como “cúpula de calor”, por lo que las temperaturas se elevaron hasta alcanzar los 46 grados Celsius. Mirando a sus propios hijos, imágenes terribles pasaron por su cabeza, como un campo de fuego. Se preguntó en voz alta: ¿estaban condenados?

Doherty escuchó en silencio. Luego le dijo, eligiendo cuidadosamente sus palabras, que el ritmo del cambio climático sugerido por los datos no era tan rápido como el que ella imaginaba.

“En el futuro, incluso en los peores contextos, habrá días buenos”, le dijo, según sus notas. “Habrá catástrofes en determinados lugares. Pero, en todo el mundo, habrá días buenos. Tus hijos también tendrán días buenos”.

Ante esto, Black se puso a llorar.

Ella es una persona contenida —tiende a desviar los pensamientos aterradores con humor negro— así que eso resultó inusual. Más tarde, recordó el intercambio como un momento de umbral, el punto en el que el nudo en su pecho comenzó a aflojarse.

“Realmente confío en que, cuando escucho información de él, viene de un profundo pozo de conocimiento”, afirmó. “Y eso me da mucha paz”. Su objetivo no es liberarse de sus temores sobre el calentamiento del planeta ni paralizarse por ellos, sino llegar a un punto intermedio: lo compara con alguien con miedo a volar, que aprende a gestionar su miedo lo suficientemente bien como para subirse a un avión.

“A nivel muy personal, la pequeña victoria será no pensar en esto todo el tiempo”. Caroline Wiese, que experimentó “episodios de pánico de varios días” por los datos climáticos, en Nueva York, el 12 de enero de 2022. (Calla Kessler/The New York Times) Frank Granshaw, un geólogo glacial retirado que acude a un psicólogo especializado en el clima, en Portland, Oregón, el 13 de enero de 2022. (Mason Trinca/The New York Times)